Cuando Mary Leakey descubrió el rastro de aquellas pisadas por las volcánicas tierras de Laetoli, en Tanzania, no sólo nos proporcionó la prueba más antigua de la presencia de homínidos erguidos sobre sus dos piernas. El hallazgo de aquellos pasos fosilizados también nos dejó constancia de un primer desplazamiento, un recorrido conservado de apenas metro y medio de distancia -pero trayecto, al fin y al cabo- que demostraba que el hombre, mucho antes de que llegara a ser homo habilis, fue viajero.
Milenios más tarde descubriríamos con Gilgamesh que todo viaje es un desesperado afán por adentrarse en los misterios de la vida. Una travesía a menudo peligrosa en la que es preciso tomar todas las precauciones posibles, como sabiamente aconsejaron al rey de Uruk los sacerdotes cuando iba a emprender su marcha al Bosque de los Cedros junto a su amado amigo Enkidu. Y de entre todos los temores del viajero, el más intenso, sin duda, es el miedo a perderse.
Ulises supo bien a su regreso a Itaca de los sinsabores de vagar sin rumbo, cuando el azar, el capricho de los dioses o el vino tomado a destiempo apartan las naves de la ruta precisa para adentrarlas por la oscuridad de la zozobra. Los griegos, tal vez para conjurar esos miedos, convirtieron aquella deriva en epopeya. Un recurso que, sin embargo, fue poco a poco decayendo conforme las necesidades comerciales o imperiales por alcanzar con certeza el puerto de destino, sustituyeron por el frío pragmatismo cualquier posible inclinación épica que pudiera tener aquel viajero en fase de transición hacia su conversión en viajante o almirante.
No en vano, ya Cristóbal Colón recurrió a los últimos adelantos de su tiempo para emprender el que sería el primer viaje que superaba la lógica de la rapiña de los primitivos vikingos, para concebirse como una gran empresa comercial. Desde entonces, agujas náuticas, astrolabios, cuadrantes, nocturlabios, bitácoras y cartas de navegación han ido marcando nuestras rutas, hasta reducir las posibilidades de extravío a un anecdótico margen de error vía satélite gracias a la moderna tecnología del GPS.
Paralelamente, la obsesión por erradicar lo imprevisible convirtió desde el siglo XIX a los libros de viaje en la antesala ineludible de cualquier incursión por geografías ajenas. En ellos el aspirante a viajero encontrará la información precisa de lo que ver y lo que evitar, los recuerdos más inolvidables que deberá atesorar, las almohadas más cómodas para superar la fatiga y los restaurantes más exquisitos donde saciar el hambre de curiosidades del turista más intrépido.
Todo bajo control, sin riesgo alguno. O al menos, eso es lo que pensábamos. Hasta que un buen día, Thomas Kohnstamm confiesa que jamás visitó los lugares de los que nos habla en la Lonely Planet y los informativos alertan de la presencia de piratas acechando en el Océano Índico. Ese día, mientras la crisis financiera nos hunde en el titubeo económico y vital, volvemos a sentirnos como aquellos lejanos homínidos que hace 3,7 millones de años pasearon por un valle africano: pequeños, perdidos y caminando entre volcanes.
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Imagen: Se permuta (1998) de Franklin Álvarez
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