martes, 26 de junio de 2007

De Colombia al Líbano sin saber por qué



La muerte de seis soldados del Ejército español en Sahel al Derdara, al sur del Líbano, confirma una vez más que una de las mercancías más globalizada de la economía es, sin duda, la carne de cañón. Tres de ellos eran colombianos, mientras que los otros tres tenían el poco consuelo administrativo de disponer de un documento nacional de identidad que les acreditaba como españoles. Pero a los seis les unía el mismo paradójico sarcasmo: ninguno de ellos sabía por qué su blindado circulaba por una carretera libanesa cuando saltó por los aires.

Tampoco el resto de españoles -o colombianos, chinos o senegaleses afincados en España-, saben qué hacían allí antes de quedar reventados por la deflagración. Una ignorancia que no impedirá que sean pocos quienes puedan evitar un escalofrío de emoción al ver trasladar sus féretros cubiertos por la enseña nacional, mientras los informativos nos recuerdan la abnegada entrega de nuestros soldados en esas misiones humanitarias de paz que, hasta la fecha, no han logrado acabar con una sola de las causas que hay detrás del estallido de una guerra.

Las palabras paz y humanitarismo se transmutan así en una especia de mantra cuya mecánica repetición, noticiario tras noticiario, encauza nuestras meditaciones. Y, sobre todo, se convierten en muletillas recurrentes que permiten a los mass media evitar el tedioso trabajo de informar y analizar la realidad, con el peligro añadido de que si lo hacen, algún televidente despistado preste atención y pueda acabar conociendo los resortes del mundo donde vive. Además, con esta omisión, los responsables de contenidos de los distintos medios pueden aprovechar mejor ese tiempo en la ingrata labor de recolectar espectaculares imágenes y emotivas historias que sean del agrado de todos los públicos, especialmente de los grandes directivos de las empresas de publicidad que han de seleccionar el mejor canal para sus anunciantes.

Porque seamos serios ¿cómo vamos a tener a la familia, esa célula básica de consumo bendecida por la Iglesia y McDonals, atenta frente al televisor si se les habla de los intereses del Israel por el control hídrico del río Litani, o de los afluentes del Jordán, el Wazzani y el Hasbani, todos ellos discurriendo por el sur del Líbano? ¿Con qué imagen de vídeos de primera podríamos ilustrar la presión estadounidense sobre Siria, también desde el País de los Cedros, para desestabilizar a uno de los últimos Estados laicos en la región, después de la invasión de Iraq y tras la brutal ofensiva de Israel hace ahora cuarenta años, que acabó –con el beneplácito de la monarquías feudales del Golfo- con el proyecto nacionalista árabe que desde Egipto impulsaba Gammal Abdel Nasser? ¿Dónde podemos encontrar un hilo argumental al gusto de Coca Cola, que nos permita explicar cómo el respaldo de la población palestina a Hamás, o de la libanesa a Herzbollah, está más ligado a las frustraciones dejadas por aquella fugaz Guerra de los Seis Días y al hartazgo ante la tiranía y corrupción de nuestros leales aliados en Oriente Medio, que a pretendidos fanatismos religiosos? En fin, ¿cuál es la ubicación de la cámara más políticamente correcta, para ilustrar la importancia estratégica de Afganistán en la distribución de los recursos energéticos del Cáucaso, o como avanzada base frente al despegue de nuevas potencias como China o India, sin que se cuelen en el plano general mujeres que siguen amordazadas por el burka, nuestros colaboradores señores de la guerra ampliando sus plantaciones de opio o los cientos de civiles destripados por nuestras bombas, cuya explosión les libera de la barbarie talibán y, colateralmente, de todos los sinsabores de la vida?

En cualquier caso, tampoco hacen falta análisis tan enrevesados para los breves minutos que entre un spot publicitario y otro duran los informativos. Especialmente cuando toda esta perplejidad se puede condensar en explicaciones básicas de fácil comprensión: la conspiración internacional, la maldad suprema. Aparece así la imagen del terrorista sanguinario, sin perfiles, movido por un único propósito maligno y sin sentido. Al Qaeda sustituye de este modo en el imaginario a Fu Manchú, al Doctor No y a todos los malvados que en el mundo han sido. ¿Para qué entonces necesitamos más explicaciones si en el fondo seis ataúdes, o doscientos, de vez en cuando, tampoco son tantos? Incidentes periódicos que mantienen vivos nuestros miedos y nos empujan a buscar el reconfortante cobijo de nuestros protectores. Al fin y al cabo, no conviene olvidar que, en última instancia, si la Iglesia ha sobrevivido más de dos mil años, ha sido en gran medida, gracias al Diablo.

miércoles, 20 de junio de 2007

Censura, goteras y olvidos en la Valencia de la Bienal


En otros tiempos, Dios no dudaba en provocar diluvios, destruir ciudades o lanzar las plagas que fueran necesarias para dejar constancia de su divino enfado. Hoy, en la actual Valencia de la Rita apisonadora y el Camps demoledor, a Yahvé le sobra y basta con una simple gotera para evidenciar su ira celestial.
Es lo que ha pasado en la Sala la Gallera, donde una oportuna gotera obligó a cerrar precipitadamente una exposición de la Bienal que había desatado ciertas beatíficas suspicacias en algunos sectores de la iglesia valenciana. Se trata de una parte de la muestra Lo impuro y lo contaminado, una interesante experiencia artística procedente de Lima, que incluía una serie de reflexiones plásticas sobre el hecho religioso y su plasmación artística.
De entre las piezas reunidas en aquel espacio, antaño lugar de pelea de gallos, parece ser que provocó especial malestar en algunas miradas, la relectura que el joven pintor peruano Marcel Velaochaga hizo del cuadro El funeral de Atahualpa, pintado en la segunda mitad del XIX por Luis Montero. El motivo del incomodo no sería otro que la presencia en la tela de la figura del Bendicto XVI, escoltado por un marine norteamericano y sosteniendo con su santa mano la cabeza decapitada de Che Guevara.
Así, el Santo Padre aparece en el lienzo con un gesto muy distinto del proyectado por las cúpulas eclesiástica y del PP valenciano para recordarlo durante su visita a la capital del Turia, en aquel clamor de multitudes, entre flores y fallerescos altares, candoroso en su defensa de la familia, aunque firme como martillo de herejes contra feministas y homosexuales.
Afortunadamente, los responsables de la Conselleria de Cultura no tuvieron que pasar por el maltrago de la censura, porque en eso llegó la cólera divina y en forma de gotera obligó a cerrar la exposición. No para amordazar a la libertad de expresión. No, al contrario, para preservar las obras allí expuestas. Por eso, lo más grotesco no es la clausura apresurada del espacio artístico. Lo más triste es que la sala llevara semanas cerrada y nadie, absolutamente nadie, la echara en falta.
A buen seguro que donde corresponda ya habrán tomado nota de la amnesia. De ahora en adelante, en Valencia no volverá a existir la censura, esa capaz de provocar contraproducentes escándalos que atraen miradas curiosas sobre lo prohibido. A partir de ahora, bastará con cerrar las puertas sin mucho ruido a la menor gotera, porque en poco más de un suspiro nadie recuerda lo que había dentro.
Dentro de unos meses los bólidos de Bernie Ecclestone desgastarán el asfalto de las calles valencianas. Para entonces ya poco importará. Y es que hace ya mucho tiempo que las duras ruedas de los automóviles del espectáculo han reducido a su mínima expresión el frágil firme de nuestra memoria crítica.

lunes, 11 de junio de 2007

Euskadi o la cicatriz de Norma Jean Baker



He de reconocer que sus últimas fotografías me han reconciliado con la hermosura irreal de Norma Jean Baker. En realidad, la belleza cocinada por Hollywood de Marilyn Monroe para su distribución por los grandes almacenes del celuloide y la vida, siempre me resultó demasiado artificial para el deseo erótico, del mismo modo en que siempre he sido escéptico ante el potencial revolucionario del malgastado rostro de Ernesto "Che" Guevara impreso en camisetas puestas a la venta en el Corte Inglés o en el aeropuerto José Martí de la Habana.
Sin embargo, la sinuosa silueta de la mujer, congelada por el mercenario objetivo del fotógrafo Bert Stern para la revista Vogue, me provoca una irremediable atracción. Al observar las instantáneas tengo la sensación de que sus manos no tapan deseperadamente los senos para salvar la censura de la moral pública, o para acrecentar la excitación de la mirada, sino para evitar que la vida se le escape a borbotones como finalmente le ocurriría cinco días más tarde. Y sin embargo, no hay lucha ni resistencia en la imagen, sólo un plancentero abandono, mientras la profunda cicatriz de su costado parece convertirla en una suerte de Cristo lanceado, pero de puro libido resucitado.
Ignoro si Marilyn o Norma intuían su muerte en aquella lejana sesión fotográfica en el hotel Bel-Air de Los Ángeles. Tal vez una sí, pero la otra no. En cualquier caso poco importa, aunque resulte tentador pensar que la deseada estrella encontró aquel día entre alcohol, barbitúricos y flashes, el coraje suficiente para enfrentarse a sus propias cicatrices. Es poco probable que así fuera, teniendo en cuenta su preocupación porque la herida quedara visible, según relata el propio Stern.
Y es que, en el fondo nadie quiere dejar al descubierto sus cicatrices, y como el personaje de Oscar Wilde la mayoría opta por ocultarlas en algún rincón perdido, en ese retrato embozado bajo pesados cortinajes que tapen nuestras heridas, nuestras llagas, nuestras pústulas, a cobijo de las curiosidades ajenas, a salvo de nuestra propia mirada. Un afán encubridor que obsesiona a las personas, pero también a los pueblos, a los estados.
Tal vez por temperamento o por tópico, España ha sido un país proclive a las cicatrices. Y de entre los muchos jirones en las carnes que todavía arrastra, la violencia política en Euskadi sigue siendo una de las más lacerantes huellas. Mirarla abiertamente supone reconocer el fracaso de una transición tan idealizada como frustrante, donde la "democracia" insiste en cimentarse a golpe de leyes de excepción, censuras y cárcel. También implica admitir la agonía de unos sueños emancipadores sustentados en demasiada pólvora y vísceras esparcidas.
Por eso, los Dorian Gray de Madrid o Bilbao prefieren el resguardo autista de sus cuadros descompuestos en el fondo del desván. De este modo, los malos actores de esta tragicomedia llamada España o Euskadi, pueden seguir sobreactuando con el alarido indecente de los Mariano Rajoy y sus patrias en peligro, que tan buenos réditos electorales parecen darle; con la inadmisible incocencia desconcertada de José Luis Rodríguez Zapatero y su ambigüedad temorosa de perder cuatro votos, o con la martiriología de Arnaldo Otegui y su socialismo liberador de txapela y herriko taberna.
No sé si Marilyn Monroe o Norma Jean Baker fueron capaces de enfrentarse a la visión de sus propias cicatrices en aquella lejana jornada de 1962. Si lo hicieron, sin duda, ya fue demasiado tarde, y una de las dos, o ambas, la real y la inventada, amanecieron muertas en la cama un 5 de agosto de aquel año.
Aquí en España, en Euskadi, también hace mucho tiempo que fue demasiado tarde. Y seguimos sin querer ver nuestras llagas.

lunes, 4 de junio de 2007

La globalización aún no ha llegado a la selva: Entrevista a Sidney Possuelo

En la adolescencia, Sidney Possuelo tuvo la tentación de asomarse al corazón de las tinieblas. Hoy, a sus 67 años de edad, es una de las voces más autorizadas sobre la realidad de las poblaciones indígenas que sobreviven aisladas en las profundidades de la selva amazónica. Su mirada ante estos pueblos no parte de la frialdad de bisturí del antropólogo, sino del firme compromiso, cimentado durante toda una vida, de respeto solidario hacia unas comunidades que durante siglos han sabido hacer de su fusión con el medio la base de su existencia. Una fusión que hoy, acorralados por una selva en retroceso, incrementa su vulnerabilidad ante la presión del hombre blanco. Durante estos días, Possuelo realiza una intensa gira por Europa para denunciar la situación que sufren los pueblos indígenas. Entre Madrid, Valencia, Barcelona y Suiza, encontramos un hueco para esta breve charla.
-Usted defiende el aislamiento como garantía de supervivencia para muchos pueblos indígenas. Pero, en plena globalización, ¿aún es posible vivir aislados?

- Sí, en la Amazonia todavía es posible. No se puede decir que la globalización, con toda su parafernalia tecnológica, haya llegado a la selva. Por eso, cuando hablamos de aislamiento no es algo que tengamos que imponerles, sino una necesidad que constatamos para mantener su sistema de relaciones, su vida.­

- ¿Cuáles son las principales amenazas para los pueblos indígenas?

- Las amenazas son las de siempre: La tierra, la salud y sus derechos. Esos son los elementos fundamentales que pueden favorecer o dañar a los pueblos indígenas. Respetándolos les beneficiamos.

-En los últimos años, fenómenos como el zapatismo en México o la elección de Evo Morales, primer indígena investido presidente, parece que han puesto de actualidad la cuestión indígena

- Creo que ha aumentado el interés por varias cuestiones. La presencia de Evo Morales en Bolivia ha sido muy favorable, sólo su presencia ya ha servido para llamar la atención sobre la cuestión indígena. También nosotros promovimos hace dos años el primer encuentro internacional para la protección de los pueblos aislados, reuniendo en Belém a los paises de la Amazonia con comunidades aislados. Después de este encuentro ha aumentado el interés por estos pueblos, tanto desde el punto de vista político, como entre la opinión pública en general.

- Destacaba la aportación de Evo Morales a la causa indígena. También la llegada de Lula de Silva despertó muchas esperanzas. ¿Qué balance hace de su gobierno?

- En Brasil se ha ha producido una gran desilusión con Lula. Existían unas expectativas a la hora de afrontar la cuestión indígena y ambiental que se han visto frustradas con Lula.

- Un movimiento con especial implantación en Brasil es el de los campesinos sin tierra. Sin embargo, no pocas veces sus demandas chocan con los pueblos indígenas.

- Es necesario que el poder político resuelva el problema agrario de los Sin Tierra, porque su lucha es justa. Ahora bien, también es necesario que los Sin Tierra dejen de ver las grandes extensiones de tierra indígena como si fueran latifundios, porque no tienen nada que ver. No se puede seguir viendo estos territorios con la mirada exclusiva del hombre blanco. Los Sin Tierra representan una lucha legítima, pero también hay que cuidar el espacio de otros movimientos, como los pueblos indígenas aislados.

-¿Cuántos indígenas sobreviven actualmente en Brasil?

- Existe una polémica al respecto. El Instituto Brasileño de Geografía y Estadística afirma que existen unos 740.000 indígenas, pero según la Fundación Nacional del Indio, la población no pasaría de 450.000. En cualquier caso, importan poco las cifras porque, sean el número que sean, merecen nuestro interés.

- ¿Cómo comenzó su interés por el mundo indígena?

- Hace muchos años, cuando yo era un jovencito de 17 años. Entonces los hermanos Villas-Boas eran los indigenistas más conocidos por sus famosas expediciones a la selva. Aquello era ilusionante. Era como una gran aventura en la que un joven como yo quería participar. Así que fui a conocerlos y a través de ellos descubrí a los indígenas, sus problemas, sus necesidades. Y de este modo empezó esta amistad.

- ¿Qué le ha aportado todos estos años de relación con los indígenas?

- Qué puedo decir, ha sido una oportunidad de poder mirar unos seres humanos que se comportan frente el territorio, la vida y la supervivencia de una forma totalmente diferente a la nuestra. En la época del descubrimiento, cuando los indígenas estaban en su esplendor y eran millones, conservaban su territorio intacto, cuando en ese mismo tiempo, nosotros éramos unos cientos de miles y ya lo habíamos destruido todo.­

-Con todos sus años de experiencia, ¿aún encuentra motivos de esperanza para la causa indígena?

- Aunque hable de cosas duras, de la ausencia del gobierno del Brasil en la protección de los indígenas, de cómo nuestras sociedades les dan la espalda, de la destrucción de la selva amazónica o la devastación provocada por la expansión del cultivo de la soja; tengo esperanza. Creo que la situación es reversible. Pero no depende de los pueblos indígenas, sino de nuestras sociedades , como sistemas más fuertes, tirar del carro. Por eso creo que, en los pocos decenios que dura nuestras vida, debemos asumir este compromiso. Una actitud solidaria dirigida no sólo a los pueblos indígenas sino con nosotros mismos, asumiendo una mirada más humanizada hacia el desconocido.