viernes, 30 de mayo de 2008

El rey gafe del Himalaya



Gyanendra Bir Bikran Shah Dev atraía la mala suerte. Así lo dictaminaron cuando nació los doctos astrólogos que consultaron las estrellas de Katmandú aquel verano de 1947. Ahora, el tiempo parece confirmar los augurios de las constelaciones y el duodécimo maharajadhiraja de la dinastía Shah está a punto de pasar a la Historia como el último rey de Nepal. La fatalidad se cuela así en el relato de las grandes agencias de comunicación que nos dan cuenta de la nueva república que despierta a los pies del Annapurna. Y ciertamente resulta tentador proyectar la sombra funesta del destino para explicar los avatares de estas pobres tierras que dan cobijo al Himalaya. No en vano, el acceso al trono de Gyanendra se vio envuelto por una espesa niebla que sólo recurriendo a la estoica ayuda de la fatalidad parece posible disipar.

Así, los instantes finales de su hermano mayor el rey Birendra parecen seguir el desarrollo dictado por un dios enojado y caprichoso: la irrupción del príncipe heredero Dipendra Bir Bikram aquella noche del 1 de junio de 2001, ebrio, enloquecido por la prohibición de su matrimonio con la joven Devyani y con la rabia hecha fuego indiscriminado. Y tras el estruendo de disparos, el suelo de la sala de billar y los jardines del Palacio Narayanhiti se quedó cubierto por la sangre y los cuerpos esparcidos del rey y la reina Aishwarya, del príncipe Niraján y la princesa Surtí, de dos hermanos del monarca y de las princesas Shanti, Jayanti y Sharada y su esposo. Después el enamorado borracho giró el cañón de su arma hacia su cabeza. Aquella última caricia al gatillo situó a Gyanendra ante las puertas del Palacio Hanuman, donde fue solemnemente coronado mientras su esposa se recuperaba de las heridas sufridas en una matanza de la que, para sorpresa de muchos, salió ileso su hijo.

Desde entonces el nuevo rey gobernó, pero lo hizo, eso sí, con afán modernizador. Para ello no tuvo problemas en cambiar los derechos feudales por una cuantiosa participación en el negocio turístico, boyante por las ansias de miles de europeos por alcanzar el nirvana en las altas cumbres del país, ni en sustituir el tradicional poder absoluto del panchayat por las occidentalizantes formas del estado de excepción y el autogolpe de estado. Todo ello frente a una rebelión maoísta impulsada por un Partido Comunista desplazado del poder por intrigas palaciegas y parlamentarios después de haber sido la primera formación de izquierdas de Asia que llegaba democráticamente al gobierno en 1994. Y como trasfondo social, una población donde más de un millón de personas malvive con menos de un dólar diario y el 48,3% de los niños menores de cinco años pasa hambre, según el Banco Mundial, o donde dos de cada diez nacidos no llegarán a cumplir los cuarenta años, tal y como augura el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo con la misma fatalidad que los antiguos astrólogos de palacio.

Sin embargo, las agencias nos recordarán estos días que Gyanendra atraía la mala suerte, como si el ocaso de 270 años de dinastía fuera un presagio encarnado en su maldición. Por su parte, El País se sorprenderá a grandes titulares de la victoria comunista en las urnas, evidenciando una vez más su mala memoria selectiva. Luego, los expertos y los editoriales se mantendrán a la espera. Nunca se sabe si dentro de poco será necesario rescatar un nuevo perfil de Gyanendra. De hecho, en algún momento llegó a considerarse a los reyes de su familia la reencarnación del dios Vishnú. Y ya se sabe, el hinduismo tiene buena acogida en el materialista Occidente. Al menos tanta como el budismo y al Dalai Lama no le va nada mal.

martes, 20 de mayo de 2008

Los gitanos, Fabra y la tierra quemada



Desde que Carl von Clausewitz puso de manifiesto que la guerra es la continuación de la política por otros medios, no son pocos los que se han empeñado en demostrar todo lo contrario: que la política no es más que la otra cara de la guerra. De ellos surge ese afán desesperado por encontrar el enemigo ideal que acomode al ciudadano a sobrellevar la más leve duda social, política y hasta psicoanalítica como si de una guerra de trincheras se tratara. O la empecinada inclinación por convertir la táctica de tierra quemada en la mejor estrategia de supervivencia.

La turbamulta que la pasada semana arrasó los poblados chabolistas y expulsó de Nápoles a un millar de gitanos llega para recordarnos lo cerca que estamos de esa tierra quemada. Estos justicieros del vespino dejan constancia de que la bestia se despereza entre susurros de Roberto Maroni. Pero sobre todo aparecen en el momento preciso para convencer al progresismo sensato de la inevitable necesidad de una nueva vuelta de tuerca a esas miles de personas que deberán pagar con internamiento y expulsión sus carencias burocráticas y nuestros miedos.

La Directiva de Retorno que estos días se debate en Bruselas se presenta de este modo como el antídoto eficaz contra los ladridos italianos y el espectro de la tierra quemada. Su asimilación confirma así la rebeldía del acomodo, la indignada indiferencia de una bienintencionada izquierda del siglo XXI que supo cambiar a tiempo las trasnochadas lecturas del Manifiesto Comunista por la hipermodernidad de las hipotecas. No es extraño pues que hasta la propia oposición italiana, que hace poco reivindicara a José Luis Rodríguez Zapatero como el Lula del Mediterráneo, acabe legitimando los desmanes de Schengen frente a los despropósitos de Berlusconi. Al menos hasta que la próxima encuesta aconseje al Walter Veltroni o al Celestino Corbacho de turno la necesidad de meter en vereda a tanto joven extranjero por las calles.

Pero la inclinación hacia la tierra quemada no es monopolio de la frustración italiana. Tampoco faltan por estos lares quienes se decanten por la huida hacia adelante y el suelo arrasado. Lo estamos viendo estas semanas en las filas del PP donde algunos dirigentes optan por azuzar la antorcha a los pies de Mariano Rajoy, temerosos de quedarse fuera de juego en una renovación que busca subir unas décimas la intención de voto en ese espacio ectoplásmico que es el centro. Así lo ha venido haciendo Esperanza Aguirre, así lo ha escenificado María San Gil y así se desmarca ahora quien sería la envidia de Corleone en Castellón de la Plana, Carlos Fabra.

Este último es, posiblemente, quien mejor encarne el espíritu de la tierra quemada. Y también quien mejor ponga al descubierto esa extraña lógica que acaba reduciendo a cenizas una chabola en Nápoles o un despacho en Génova. Al fin y al cabo, si el incendiario Fabra hace temblar los pasillos de la sede popular por unas cuantas urbanizaciones con campo de golf, el aprendiz de camicia nera se limita a preparar el terreno para que las excavadoras urbanísticas de la Camorra hagan su negocio en el barrio de Ponticelli.

En última instancia, ya se sabe: transformar la política en la guerra por otros medios es tan fácil como convertirla en la especulación inmobiliaria por otros atajos. O si no que le pregunten a David Taguas.

martes, 13 de mayo de 2008

Purgatorios



Cuentan de Karol Wojtila que le obsesionaba tanto el destino de su hermana nacida sin vida, que al convertirse en Juan Pablo II hizo de la revisión de las geografías del Más Allá una de sus prioridades teológicas. Fue así como terminó convencido de la inexistencia del Limbo y persuadido de la misericordia divina para con los infantes muertos sin bautizar. Esta tortuosa reflexión le condujo, a la vez, a cuestionar ese carácter físico del Cielo, Infierno y Purgatorio que Dante había legado al imaginario cristiano con tanto detalle.

Tan generosa interpretación de la Otra Vida contrasta con el apego demostrado por Wojtila al dogma, la contrarreforma y el anticomunismo cuando de abordar los asuntos terrenales se trataba. Su sucesor heredaría de él esta línea dura frente a los supuestos pecados del hombre. Pero Joseph Ratzinger, ajeno al drama personal del polaco, no tendrá reparos en proyectar también al Otro Mundo esa actitud intransigente. Por ello, a la primera oportunidad que tuvo, Benedicto XVI nos recordó que el Infierno es algo mucho más tormentoso que esa simple idea metafísica esbozada por su antecesor.
El nuevo pontífice evitó, en cualquier caso, ser más explícito sobre esos reinos de Pedro Botero, tal vez por sus limitaciones imaginativas para anunciar realidades más espeluznantes que las que día a día se viven en Bagdad, Darfur o Kabul. Del mismo modo, tampoco adelantó pistas sobre los goces que aguardan a los elegidos en el Paraíso, aconsejado sin duda por ese afán eclesiástico por reprimir cualquier atisbo de placer que pueda hacer volar las ensoñaciones de los fieles. Pero, con todo, lo que resulta más llamativo fue el total mutismo de Benedicto XVI sobre los perfiles del Purgatorio. Y ello pese a que esa tierra de nadie entre el Cielo y el Infierno por los siglos de los siglos, no sólo es el lugar que mayor número de ánimas podría acoger en los preparativos del Juicio Final, sino que desde hace tiempo se ha convertido en la cotidianidad más parecida a nuestro presente.

En efecto, desde que Francis Fukuyama decretó el fin de la historia y los consejos de administración de las principales corporaciones hicieron suya la propuesta, la mayor parte del planeta se halla sumida en una especia de Purgatorio sin remisión, un devenir en punto muerto del que, según nos advierten, no tenemos escapatoria. No en vano, si antes se presentaba como un tránsito de purificación dolorosa en el camino al Paraíso, hoy se nos aparece como un callejón sin salida cuya única alternativa es el fuego eterno. Nos permiten esquivar el abismo del infierno, es cierto, pero a cambio de renunciar a la más remota esperanza.

Esta condena a perpetua expiación atenaza por igual a hombres y geografías. La deriva que el Líbano vive agravada estos días es, de hecho, una buena muestra de este porvenir prefigurado de parálisis. Abocado al espectro de la guerra, su única alternativa es la Nada. Esa es la decisión última de un Occidente que ha dispuesto que Hizbollah no existe, que es tanto como exigir al País de los Cedros que pierda sus cedros. Una sinrazón digna de menosprecio si no existiera el precedente, hace ahora sesenta años, de decretar la inexistencia de árabes en Palestina hasta desencadenar la Nakba, la catástrofe, evidenciando así las frágiles fronteras que siempre separan a los purgatorios del Infierno.

Una lúgubre perspectiva que incluso se siente en aquellos purgatorios por cuyos ventanales parece percibirse cercano el aroma del Paraíso. Almacenes de almas en pena esperando una incógnita, como en las frías alambradas de Guantánamo donde los condenados visten con mono naranja el púdico hedor de su desesperanza. El espacio indefinido se convierte así en aséptica necrópolis donde almacenar al disidente, real o imaginado, al que se arrebata la certeza última del asesinado hasta dejarlo aterido por su nueva condición de no-vivo. Hibernación del molesto, que Europa, siempre atenta a las tendencias del otro lado del Atlántico, se apresura a reconvertir en salas de espera para esos 8 millones de visitantes con carencias burocráticas donde aguardar el retorno por la vía administrativa a sus infiernos personales.

Una realidad de letargo que termina por adherirse a la geografía íntima de nuestras pieles. Así el purgatorio se transforma en nuestra sombra, helando nuestras reacciones, imposibilitando nuestras respuestas, dejándonos sin estímulos. Hieráticos terminamos aceptando nuestra condición de congelados tras convencernos de que nuestra vida pende de un hilo, como si fuésemos arañas o ahorcados. Eso sí, con la banda sonora de los anuncios televisivos de fondo y los ladridos del cancerbero a lo lejos para recordarnos qué nos aguarda si osamos aflojar el nudo de nuestra soga.

Por todo ello Benedicto XVI evita hablarnos del Purgatorio en sus sermones, porque hacerlo sería tanto como situarnos frente al espejo de nuestras renuncias. Y para ese ejercicio de desnudar los falsos resortes de nuestra resignación es más útil Karl Marx que las Sagradas Escrituras. O ir al teatro. Sentarse en la butaca y dejarse envolver por una poética del purgatorio como la recreada en su obra por el dramaturgo Francisco Zarzoso, que se transforma en El mal de Holanda en toda una radiografía del engaño: purgatorio envuelto con colores del paraíso, pero en cuyo interior se destapa un infierno representado en tres actos. Allí, en la penumbra de la sala, podemos llegar a imaginar cómo no hay infierno ni purgatorio al que no le llegue su telón final, por muy eterno con que se nos imponga.

domingo, 4 de mayo de 2008

El cuchillo y el hambre


La visión de un puñal sumergiéndose en la primera garganta de la Humanidad causó tal impacto en aquella lejana mirada que, desde entonces, se quedó clavada en la retina del inconsciente colectivo, en ese obsesivo recodo de nuestro genoma donde almacenamos los horrores más intensos. Aquel movimiento brusco alrededor del cuello, el helado filo seccionando la carne, el calor de la sangre surgiendo a borbotones, el mudo grito de la víctima, toda aquella sucesión de imágenes que tantas veces iba repetirse a lo largo de la Historia, sobrecogió de tal manera a su testigo original que aquel pavor nos acompaña desde milenios.

Por ello la mera evocación del cuchillo, el machete o la navaja despierta un pánico profundo y ancestral que nunca lograrán alcanzar una pistola o esas asépticas armas inteligentes. Es un espanto mucho más intenso que el temor a la muerte o a la locura. Es el miedo de nosotros mismos, la conciencia de ese abismo que en cualquier momento puede abrirse a nuestros pies y precipitarnos hacia la grotesca impotencia del degollado o la incisiva determinación del verdugo.

Ningún otro miedo es tan fuerte como el que desata el mortífero tajo del acero. Ninguno, menos el hambre. El espanto de ir consumiéndose por dentro, sentir encogidas las entrañas hasta dejarte sin fuerzas, exhausto, sin aliento; sólo piel no apta para la caricia, sólo despojo en agonía. Porque la famélica angustia tiene algo de muerte incompleta, detenida en ese preciso instante en que exhalamos el último aliento. Y ahí nos deja como en una eterna conciencia del fin, sin saber si estamos vivos o muertos hasta que alguien hecha tierra sobre nuestras caras.

En lo que va de año decenas de sindicalistas han sido degollados y apuñalados en Colombia, mientras en las calles Nuakchott, Dakar o Uagadugú desesperadas sombras humanas se revientan contra el asfalto huyendo del hambre. Jean Ziegler, al dejar su cargo en Naciones Unidas y regresar a su oficina en la desesperanza, nos advirtió que las nuevas plagas no vienen de los dioses, sino que surgen de la prometeica maldición de los biocombustibles, los templos del Fondo Monetario Internacional y los nuevos sacerdotes del capitalismo del siglo XXI.

Mientras tanto en Haití sus agotados ciudadanos han convertido las tortas de barro en todo un manjar. Las chabolas de Cité Soleil están viendo como la confección de estas galletas con margarina, sal y arcilla se convierte en un próspero negocio. Quién sabe si en este mismo instante, en algún selecto consejo de administración donde puede que estén sentados José María Aznar, Eduardo Zaplana o David Taguas, se esté valorando muy seriamente invertir en este sector en expansión. Si bien antes, para dar mayor estabilidad al mercado, tal vez sea aconsejable neutralizar a los sindicatos. Aunque sea a cuchilladas.