lunes, 15 de septiembre de 2008

Aviso

Hola a todos:
El paraíso ha cambiado de lado. Ahora lo podeis encontrar en la siguiente dirección:

http://aesteladodelparaiso.wordpress.com/

Espero que vengáis por allí.

Un saludo

sábado, 6 de septiembre de 2008

La Santa Muerte



Quien busque a la Santa Muerte, la encontrará seguro entre Pintores y Peluqueros, Mineros y Panaderos. Allí en Tepito, el barrio más chilango de México DF, la Niña Blanca parece aguardarnos en el número 12 de la calle Alfarería con santidad coqueta de primera comunión o novia eterna

El lugar se ha convertido en centro de peregrinación desde que un 7 de septiembre de 2001 Enriqueta Romero sacó la imagen de la Flaquita a la puerta de su casa como agradecimiento por los favores recibidos. Pero el fervor de Doña Queta, como la conocen en el barrio, viene de lejos. De hecho, la encargada de atender y vestir a la Parca para la ocasión es devota desde que hace más de medio siglo sorprendió a su tía Leonor rezando a escondidas a la Definitiva.

Pero, en realidad, el culto a la Santa Muerte se remonta en México al principio de los tiempos. Luego el imaginario indígena se impregnó de las tradiciones medievales de la Danza Macabra que irrumpieron desde Europa y algunos ecos africanos que llegaron del Caribe. Por eso, la veneración a la Muertecita se extiende mucho más allá de las callejuelas atestadas de vendedores ambulantes de Tepito. Está en la tradición de San Pascualito Rey en Chiapas y Guatemala, el protector frente a las enfermedades encarnado -o descarnado, según se mire- en ese San Pascual Bailón hecho esqueleto. O en el San La Muerte que se oculta por los rincones más profundos de Argentina, Brasil o Paraguay.

Ese arraigo explica el afán perseguidor de la Iglesia Católica, tan aplicada en conservar el monopolio de la santificación desde que conoció las bondades del poder terrenal. Para ello, la jerarquía eclesiástica ordenó que se retirarán todas las imágenes de la Esquelética de los templos y capillas mexicanos. El culto pasó así a la clandestinidad y durante décadas sólo asesinos, putas y traficantes osaron exteriorizar su devoción, acostumbrados como estaban a su diálogo cotidiano con la Santa.

Todo ello hasta que doña Queta sacó a la Parca a la calle. Ahora, cada primero de mes, miles de personas se acercan fervorosas a rezarle el rosario. Y a pedir a la Santa: por la salud de un hijo, por la venganza deseada, por el amor inalcanzable, por la miseria que no escapa. Una oración que reúne sin distinción a narcos y beatas, madres solteras y parados, mariachis y vendedores.

Pero este no es el único lugar de devoción. Más de trescientos santuarios improvisados se diseminan por la tierra mexicana. No es extraño, pues, que también en este tiempo haya surgido la pugna por oficializar un culto asentado sobre la espontánea fe popular. En la colonia de Morelos, el arzobispo David Romo intenta reconducir la devoción hacia su Igle­sia Ca­tó­li­ca, Apos­tó­li­ca, Tra­di­cio­nal Méx-USA. En Tultitlan, el estrafalario Jonathan Legaria Vargas, también conocido como el Comandante Pantera o el Padrino Endoque, erigió una estatua de 22 metros a la Niña a principios de año para atraer a los fieles. Allí oficiaba misa los domingos envuelto con collares multicolores, hasta que la madrugada del último jueves de julio, alguien ametralló la camioneta en la que viajaba, dejando en su cuerpo medio centenar de balazos.

En cualquier caso, será difícil encauzar una religiosidad tan alejada de lo espiritual y tan apegada a las entrañas de la tierra. No en vano, hace mucho que el grotesco trazo de José Guadalupe Posada nos mostró lo impregnadas que están las calaveras de la realidad y sus miserias. Y la realidad neoliberal actual, tan atada a la violencia y a la desesperanza, tan brutalmente desarraigada y pobre, se empecina en no dejar otro resquicio para la esperanza de muchos que la fe en la Muerte. Eso sí, con una condición. El sentimiento hacia la Niña Blanca debe ser sincero. Porque como nos aconseja un devoto de Santa Ana Chapitiro: “nunca le prometa algo que no va a cumplir, porque la Santisima se lo cobra a uno muy caro, se venga, es bien cabrona”.

domingo, 24 de agosto de 2008

Primer plano, star system y septorrinoplastia

Desde que en 1903 Edwin S. Porter rodó El gran robo del tren, el mundo no volvió a ser el mismo. El pionero cineasta no sólo sentó con aquel filme las bases del modelo narrativo de un nuevo arte. También fijó uno de los principales recursos con los que contaría la incipiente industria cinematográfica no sólo para conquistar el mundo. El responsable fue un hombre de bigotes amenazantes que mirándonos fijamente con su incorporeidad en blanco y negro, nos disparaba a bocajarro desde la pantalla antes de desvanecerse entre el humo de su pistola.

Nacía así, oficialmente, el primer plano, recurso narrativo que determinaría la evolución del cine. La cercanía de la visión permitió al espectador reconocer al actor, identificarse con él, sentirlo próximo, interesarse por él y, sobre todo, seguirlo. De ese modo, a partir de ese momento todo estaba listo para que, unos años más tarde, Carl Laemnle, promotor de los estudios Universal, diera con la fórmula secreta para vender sus mercancías: el star system.
Hollywood se dedicó desde entonces a fabricar y distribuir estrellas, aplicando en ello la más fría racionalidad capitalista. Los cines de las ciudades más remotas, en los países más lejanos, se abarrotaban de público expectante ante la última película de Greta Garbo, Betty Davis o Ava Gadner. La receta se mostró infalible durante décadas. Sólo exigía un requisito: garantizar el éxito de aquel primer plano. Y había que cumplirlo al precio que fuera, como tuvieron que sufrir la mayoría de actrices de aquellos años a las que se arrancó muelas para realzar sus pómulos, o se extirpó costillas para acentuar sus caderas.
Aunque hace décadas que el star system dejó atrás su gran esplendor, su impacto fue tan intenso que terminó moldeando nuestra propia visión de una realidad que los mass media se encargaron en transformar en espectáculo. Así nuestro interés por el mundo acaba reducido a seguir los avatares de Fernando Alonso o Rafa Nadal, mientras que las preocupaciones políticas se limitan a conocer el nombre del protagonista del próximo estreno anunciado.
En la comedia de enredo que es la política norteamericana, por ejemplo, el artista revelación de la temporada es Barack Obama. El guión, como bien recordara estos días su candidato a la vicepresidencia, el veterano Joseph Biden, es el de siempre: recuperar el sueño americana y desear que Dios bendiga a América y sus soldados. Mientras, fuera de plano, las tropas norteamericanas y sus aliados ejecutan la última matanza en Iraq o Afganistán, con banda sonora de Judy Garland entonando por la eternidad su Over the rainbow.
Claro que más mérito tiene el caso español. Aquí se recurre al primer plano y al star sytem nada más y nada menos que para salvaguardar el reino y su monarquía. No en vano, la televisiva Leticia Ortiz se dedicó durante años a colarse en los hogares de sus súbditos, para que sus retinas acabaran reteniendo su imagen de futura reina. Y la estrella, como las mejores actrices de antaño, está dispuesta incluso al sacrificio del retoque quirúrgico con tal de mejorar ese perfil que algún día aparecerá estampado en las monedas. Una septorrinoplastia, en fin, con la que conseguirá planos más cercanos. Pero sobre todo, que mejorará la respiración de una Casa Real a la que horroriza la perspectiva de terminar asfixiada.

miércoles, 9 de julio de 2008

El síndrome de Werther


La historia de la censura es en gran medida la historia de sus excusas. El censor acostumbra a engalanar su mordaza con las guirnaldas del bien común, el orden natural de las cosas o la salvación del alma. De este modo, como el torturador, encuentra justificación y recompensa para sus acciones en la benévola mirada del rey o del sacerdote. En este sentido, pocas excusas han resultado tan hermosas para el inquisidor, como las facilitadas por Johann Wolfgang von Goethe para ocultarnos la muerte.

El síndrome Werther, ese temor a la imitación del gesto suicida si su existencia es nombrada, ha terminado convirtiéndose en la más bella mentira que nos impide desviar la mirada hacía ese lado sucio de una vida que acostumbra a presentarse como el vistoso escaparate de un gran centro comercial. Una realidad que se concibe perfecta, como si fuera una esas imágenes a todo color de las postales turísticas, que estas muertes desesperadas, con su presencia, se empeñan en estropear.

Bien lo saben en San Francisco, donde hartos de que la silueta del Golden Gate se haya convertido en la puerta predilecta para adentrarse en la muerte, ya no saben cómo evitar que el mítico puente continúe siendo todo un trampolín hacía el punto final. Al menos, sin desmerecer los valores arquitectónicos del monumento tantas veces inmortalizado.

Y mientras los ingenieros descubren la red salvasuicidas, siempre queda el recurso del disimulo. La tragedia es transformada así en mera estadística, cuantificación científica de la Organización Mundial de la Salud: cada año un millón de personas se arranca la vida en el mundo. Sólo en China 250.000 individuos humanos exhalan su último aliento voluntario cada serie de doce meses; en la India la cifra supera los 110.000 ejemplares de hombre y mujer. Es la otra cara del milagro económico: la ansiedad, el estrés, el fantasma del fracaso, la soledad. Todo bien distribuido en tablas numéricas, para que no se vea nada.

La figura delicada del joven romántico se desvanece así muy pronto en las autopsias e informes policiales. De hecho, pocas veces o nunca el bisturí del forense, o del sociólogo, tropieza con el espíritu del personaje de Goethe. Tampoco en España, donde desde los años 80 del siglo pasado –aquella década prodigiosa que fusionó la Movida y la reconversión industrial– se han duplicado estas renuncias a la vida. En la actualidad superaran las 3.500 muertes cada año.

Un número demasiado elevado como para pasar desapercibido sin despertar interrogantes. Por eso, las autoridades ni siquiera se atreven a disimularlo entre tablas estadísticas. Directamente, lo eliminan. Así lo ha decidido el Instituto Nacional de Estadística. A partir de ahora, las cifras oficiales catalogarán a los suicidas españoles dentro del apartado de Defunción por causa de Muerte. Al resto de los mortales, provisionalmente, nos archivarán en la subcarpeta de difuntos por causa de vida. Por lo menos, hasta que nos llame la parca.

domingo, 29 de junio de 2008

De animales, tragos y estragos


El ser humano, desde sus más remotos y cuestionables orígenes, ha sentido una atracción –fatal, o no- por la embriaguez. Esa sensación de superar los límites de la conciencia para dejarse llevar por la efusividad más desinhibida o la placidez más pesada, resulta tan seductora que la historia de Occidente ha diseñado los más variados corpiños morales y legales, para preservarnos de la tentación. Restricciones sociales ocultadas, claro está, bajo sanitarias advertencias sobre los peligros de un delirium tremens, o el riesgo de naufragio psíquico que nos amenaza si nos adentramos por los derroteros funestos de un mal viaje.

Y, sin embargo, ese asomarse a los ventanales de la fatalidad es, sin duda, una de las razones por la que nos resulta tan fascinante acercarnos al vértigo de la borrachera. Se trata de un jugar a mirar de reojo la muerte que nos embelesa, no tanto como seres humanos, sino simplemente como seres vivos. De hecho, no son pocos los relatos científicos o imaginados que nos informan de la inclinación de otros animales hacia el consumo de las más variadas sustancias capaces de trastocar los sentidos.

Maurice Maeterlink en su Historia de las hormigas nos descubre cómo algunas especies llegan a crear auténticas granjas de pulgones en los hormigueros para lamer las secreciones de estos diminutos insectos. Una costumbre protoagrícola que, como apunta Antonio Escohotado, difícilmente se entiende sin las peculiaridades psicoactivas de la sustancia liberada y que, en cualquier caso, constituye la forma más elemental de bodega que existe sobre la tierra.

El triángulo formado por las sustancias embriagantes, el hombre y los animales se ha ido convirtiendo así en una constante en la historia de la vida. No en vano, Noé no sólo fue el elegido por Yhavé para salvar del Diluvio a una pareja de animales de cada especie, sino también el descubridor del vino y primer borracho del que nos da cuenta la Biblia.

Pero como en casi todos los triángulos, se trata de una relación con tendencias tortuosas. Higinio Polo, en su último libro, nos recuerda las historias narradas por el viajero británico Norman Lewis sobre la conflictiva convivencia que en Dhurua, al sur de Calcuta, sufren los elefantes y las tribus productoras de alcohol. Allí, los paquidermos acuden en manada a las aldeas atraídos por el olor del licor, para después, borrachos, atacar y destruir las pobres viviendas. Tal es el pánico que provocan estas incursiones que sus habitantes, emulando a las hormigas de Maeterlink, han terminado por enterrar sus depósitos embriagadores.

Uno de los últimos episodios de este trágico desencuentro que la ebriedad provoca entre hombres y animales, se vivió en Vologda en el agosto de 2006. En aquella región rusa, un cansado oso de feria llamado Mitrofan -de carácter dócil y alegre, para quienes le conocieron- perdió la poca ferocidad que le restaba bajo los efectos de un brebaje de wodka y miel. Después la bestia adormecida fue liberada en un bosque a orillas del Mar Negro donde, según testigos, el certero disparo de Juan Carlos de Borbón, en la actualidad rey de España, le arrancó de cuajo la resaca.

Estos días el fatal desenlace del animal ha vuelto a las páginas de los periódicos. El motivo no es otro que la decisión de la Audiencia Nacional de ordenar al juez Fernando Grande-Marlaska que reabra el caso por una viñeta humorística y ciertos comentarios de algún articulista alusivos al incidente, que el tribunal estima atentatorios contra la Monarquía. Es una pena, porque el sacrificio de Mitrofan podría haber constituido una oportunidad de oro para recobrar la armonía de todas las especies en torno a una copa.

Desgraciadamente, las suspicacias del Estado impiden que así sea. Al resto, a la gente de bien, sólo nos queda la obligación moral de mantener viva la historia del malogrado plantígrado. Y de vez en cuando rendir homenaje al animal caído. Si es posible brindando en su memoria con Anís del Mono.

miércoles, 18 de junio de 2008

Por una huelga de almas caídas


El tesón con que José Luis Rodríguez Zapatero se entrega a los malabarismos lingüísticos para evitar el uso del término crisis, es tan tozudo como inútil. El presidente, sin duda, aspira a que los españoles no nos dejemos llevar por el desasosiego, tratando de evitar, de paso, que la recesión económica impacte de lleno en su valoración demoscópica. Pero se olvida de que las mayores zozobras no anidan en el ánimo de los españoles, sino que están bien amarradas a sus bolsillos, donde los incrementos de las hipotecas, la subida de los alimentos y el alza de los carburantes llevan tiempo haciendo estragos tras la alegría derrochadora de nuevo rico que venían viviendo en los últimos años.

La reciente huelga de camioneros nos ha devuelto la consciencia de que la vida no es un capítulo de Betty la fea, sino una realidad más compleja, contradictoria y conflictiva de lo que nos venían anunciando los informativos. Y lo peor aún está por llegar. Porque encauzado el paro de los transportadores de mercancías, ahora le toca el turno a los transportadores de almas. El conflicto que ha estallado entre los trabajadores de las funerarias de Madrid, evidencia así el alcance real y profundo de una crisis donde ya, ni siquiera, parece quedarnos el consuelo de descanso eterno.

De hecho, las recetas que desde el Gobierno y la Unión Europea se proponen están haciendo removerse de sus tumbas a Carlos Marx, Bakunin y todos los mártires de Chicago. Y no es para menos teniendo en cuenta que el neoliberalismo lleva años empeñado en convencernos de que el camino de la modernidad pasa irremediablemente por el retorno al siglo XIX. No sorprenden pues recetas como la jornada laboral de 62 horas con la que estos nuevos flautistas de Hamelin con oficina en Bruselas, pretenden salvarnos de la pereza generada por un estado del bienestar que en España nunca vimos. Por no hablar, claro, de ese ungüento maravilloso descubierto hace años por la patronal para curar todos los males de la economía: la flexibilidad laboral, un abaratamiento de los despidos del que ya vuelven a hablar los empresarios ante el primer rumor de una mesa negociadora.

En cualquier caso, todo ello no hace más que confirmar el viejo refrán del río revuelto y las ganancias pescadoras. Porque sólo las turbulentas aguas de la economía y la política europea, permiten sin el menor sonrojo hacer una cosa y su contraria a mayor gloria de tecnócratas y santones de la economía. Así mientras los expertos estiman necesaria la aportación de los emigrantes para garantizar los servicios públicos y las jubilaciones, el Banco de España, además de insistir en la inevitable fórmula de la moderación salarial, nos recomienda que trabajemos más años para poder cobrar una pensión. Para ello, en lógica consonancia, los europarlamentarios aprueban la nueva directiva que permitirá encarcelar y deportar emigrantes, sin tener en cuenta tan siquiera las buenas maneras que pedían algunos socialdemócratas.

Ante este panorama, no sé cómo aún hay quien se sorprende del rechazo al Tratado de Lisboa en el reciente referéndum de Irlanda. También por aquí votaría en contra más de uno, si no fuera porque el Gobierno ha decidido, por nuestro bien, no convocar ninguna consulta. En fin, así las cosas creo que habrá que empezar a pensar en qué hacemos. Yo por mi parte, mostrando mi solidaridad con los funerarios madrileños, abogo por una huelga de almas caídas. Una huelga indefinida y sin servicios mínimos. Sin descartar, incluso, que si las condiciones no mejoran tengamos que convertirla en eterna.

jueves, 12 de junio de 2008

Las anécdotas y los crímenes


Ryszard Kapuściński supo convertir en virtud la necesidad periodística de indagar en los imponderabilia. Para el maestro, todos esos diminutos gestos, aburridas rutinas y monótonos sonidos que envuelven lo cotidiano, componen buena parte de este universo complejo que llamamos realidad. Por ello, siempre aconsejaba poner atención al más mínimo cambio, por anecdótico que pareciera, ya que éste podría ser el detonante o el augurio de la más profunda revolución. Kapuściński compartía, de este modo, la misma intuición analítica que Agatha Cristhie o Dashiell Hammett, en cuyos relatos logramos aprender cómo detrás del más intrascendente detalle suele esconderse, casi siempre, la verdadera clave del crimen.

Las páginas impresas de los diarios -y ahora también las frías pantallas de los ordenadores- son, desde su pretensión de espejos de una supuesta realidad, cobijos idóneos para este tipo de insignificancias que sin embargo parecen esconder la solución de algún enigma. No he podido dejar de pensar en ello mientras estos días leía la noticia de la detención en Holanda del joven paquistaní Aqueel Ur Rehman Abbassi, acusado de pertenecer a una supuesta célula islamista, desarticulada en enero por la policía cuando, según un delator, estaba a punto de inmolarse con una bomba en el metro de Barcelona.

En cualquier caso, más que los preparativos del atentado, lo que atrajo mi atención fue el comportamiento burocrático de este estudiante de Comercio Internacional en la Universidad de Breda, que llegó al Barrio del Raval con la presunta vocación de convertirse en un asesino suicida. Ajeno a los más básicos consejos de clandestinidad, Abbassi, que se preparaba para morir en unas semanas, parece dedicar sus presentidos últimos días en rellenar los más variados impresos administrativos: se inscribió en el padrón municipal, se sacó el carnet de la biblioteca pública de Sant Pau i Santa Creu y, lo que resulta más fascinante, solicitó ser admitido en el Servei Català de Salut.

Es cuanto menos llamativa esta preocupación por la salud en un hombre que se prepara para destrozar su cuerpo. Tal vez detrás de este afán preventivo esté el temor ante un imprevisto e impertinente catarro que le impidiera alcanzar el camino del martirio.O simplemente respondía a la más incontrolada hipocondría. Sea lo que fuera, esperemos que el próximo juicio ayude a desvelar el misterio. Porque, obviamente, Abbassi nunca llegó a inmolarse. Ni en Barcelona, ni en Alemania, donde los servicios de información apuntaban que iba a cometer otra masacre. Al final, el joven paquistaní regresó a Holanda donde fue detenido, declarado persona non grata tras no encontrar ningún cargo contra él, e internado en un centro de extranjería en Vught. Allí llevaba meses esperando su deportación hasta que ahora, de nuevo, ha sido detenido a petición del juez Ismael Moreno que reclama su extradición por su participación en la supuesta conspiración del Raval.

Pero las anécdotas, los pequeños detalles que insisten en destacar en esta historia, no se reducen en este caso a los avatares administrativos de Aqueel Ur Rehman Abbassi. Existen otras insignificancias que se empeñan en llamar la atención mientras se repasa lo publicado aquellos días. Destaca, por ejemplo, el mecánico trabajo realizado por el periodista de El País que tuvo que editar el teletipo de agencia sobre el auto de procesamiento a los 11 detenidos. Especialmente curiosa es su freudiana elección del lugar donde estampar las comillas, ese recurso gráfico con el que el redactor acentúa la veracidad de unas palabras extraídas directamente de la realidad, y por lo tanto destacables del resto de su relato.

El anónimo periodista utilizará las comillas para describir la corriente religiosa a la que pertenecen los inculpados, el Tablighi Jamaat. En realidad, poco nos dice de esta tendencia islámica, de fuerte vocación proselitista, fundado en 1927 por el maestro sufí Maulana Muhammad Ilyas Kandhalawi en Mewart, una provincia india cerca de Delhi. El redactor sólo informa de que se trata de una “versión rigurosa” del Islam que justifica el uso “indiscriminado” de la violencia, remarcando con las comillas el pavor de un lector anónimo que de repente se descubre víctima potencial de unos fanáticos. Un pánico que se verá acrecentado con la ambigua redacción del párrafo siguente, donde al describir las características del explosivo que se iba a utilizar cita textualmente del auto judicial la expresión: “con garantías de causar estragos”, pero deja fuera del entrecomillado la negación, precisamente, de esa posibilidad.

Resulta curiosa esa aleatoria distribución de comillas. Sobre todo en las referencias a el Tablighi ya que unas semanas antes, este mismo diario publicaba un artículo de Fernando Reinares, director del Programa sobre Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos, en la que, pese a reconocer proximidades con grupos armados, señalaba que los miembros de esta corriente “no abogan por el uso de la violencia”. La aparente contradicción se desvanece cuando acudimos al teletipo de Europa Press que originó la información sobre el auto judicial publicada por El País. Así descubrimos que esa tendencia violenta de Tablighi es producto del nuevo arte que el periodismo ha encontrado en las nuevas tecnologías: el cortar y pegar. Al borrar parte del texto original del teletipo, el redactor achaca a todo el grupo religioso lo que, según el juez, responde a una estructura que ha derivado hacia formas más radicales. Y lo mismo ocurre con el material explosivo que, según el auto, “carecía de suficiente potencia destructiva”.

Ignoro si estos cambios son producto de la inexperta mano de uno de esos becarios en prácticas que tanto abundan en esta profesión tan precaria. O tal vez del exceso de celo de un veterano redactor interesado en poner algo más de picante a la fría información judicial. Me resisto a pensar que detrás exista una intención manipuladora. Prefiero creer que, como la preocupación por la salud de Aqueel Ur Rehman Abbassi, sólo se trata de una anécdota. Una más. Ahora quedaría por descubrir en cuál de todos estos insignificantes detalles se esconde la auténtica clave de algún crimen.

viernes, 30 de mayo de 2008

El rey gafe del Himalaya



Gyanendra Bir Bikran Shah Dev atraía la mala suerte. Así lo dictaminaron cuando nació los doctos astrólogos que consultaron las estrellas de Katmandú aquel verano de 1947. Ahora, el tiempo parece confirmar los augurios de las constelaciones y el duodécimo maharajadhiraja de la dinastía Shah está a punto de pasar a la Historia como el último rey de Nepal. La fatalidad se cuela así en el relato de las grandes agencias de comunicación que nos dan cuenta de la nueva república que despierta a los pies del Annapurna. Y ciertamente resulta tentador proyectar la sombra funesta del destino para explicar los avatares de estas pobres tierras que dan cobijo al Himalaya. No en vano, el acceso al trono de Gyanendra se vio envuelto por una espesa niebla que sólo recurriendo a la estoica ayuda de la fatalidad parece posible disipar.

Así, los instantes finales de su hermano mayor el rey Birendra parecen seguir el desarrollo dictado por un dios enojado y caprichoso: la irrupción del príncipe heredero Dipendra Bir Bikram aquella noche del 1 de junio de 2001, ebrio, enloquecido por la prohibición de su matrimonio con la joven Devyani y con la rabia hecha fuego indiscriminado. Y tras el estruendo de disparos, el suelo de la sala de billar y los jardines del Palacio Narayanhiti se quedó cubierto por la sangre y los cuerpos esparcidos del rey y la reina Aishwarya, del príncipe Niraján y la princesa Surtí, de dos hermanos del monarca y de las princesas Shanti, Jayanti y Sharada y su esposo. Después el enamorado borracho giró el cañón de su arma hacia su cabeza. Aquella última caricia al gatillo situó a Gyanendra ante las puertas del Palacio Hanuman, donde fue solemnemente coronado mientras su esposa se recuperaba de las heridas sufridas en una matanza de la que, para sorpresa de muchos, salió ileso su hijo.

Desde entonces el nuevo rey gobernó, pero lo hizo, eso sí, con afán modernizador. Para ello no tuvo problemas en cambiar los derechos feudales por una cuantiosa participación en el negocio turístico, boyante por las ansias de miles de europeos por alcanzar el nirvana en las altas cumbres del país, ni en sustituir el tradicional poder absoluto del panchayat por las occidentalizantes formas del estado de excepción y el autogolpe de estado. Todo ello frente a una rebelión maoísta impulsada por un Partido Comunista desplazado del poder por intrigas palaciegas y parlamentarios después de haber sido la primera formación de izquierdas de Asia que llegaba democráticamente al gobierno en 1994. Y como trasfondo social, una población donde más de un millón de personas malvive con menos de un dólar diario y el 48,3% de los niños menores de cinco años pasa hambre, según el Banco Mundial, o donde dos de cada diez nacidos no llegarán a cumplir los cuarenta años, tal y como augura el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo con la misma fatalidad que los antiguos astrólogos de palacio.

Sin embargo, las agencias nos recordarán estos días que Gyanendra atraía la mala suerte, como si el ocaso de 270 años de dinastía fuera un presagio encarnado en su maldición. Por su parte, El País se sorprenderá a grandes titulares de la victoria comunista en las urnas, evidenciando una vez más su mala memoria selectiva. Luego, los expertos y los editoriales se mantendrán a la espera. Nunca se sabe si dentro de poco será necesario rescatar un nuevo perfil de Gyanendra. De hecho, en algún momento llegó a considerarse a los reyes de su familia la reencarnación del dios Vishnú. Y ya se sabe, el hinduismo tiene buena acogida en el materialista Occidente. Al menos tanta como el budismo y al Dalai Lama no le va nada mal.

martes, 20 de mayo de 2008

Los gitanos, Fabra y la tierra quemada



Desde que Carl von Clausewitz puso de manifiesto que la guerra es la continuación de la política por otros medios, no son pocos los que se han empeñado en demostrar todo lo contrario: que la política no es más que la otra cara de la guerra. De ellos surge ese afán desesperado por encontrar el enemigo ideal que acomode al ciudadano a sobrellevar la más leve duda social, política y hasta psicoanalítica como si de una guerra de trincheras se tratara. O la empecinada inclinación por convertir la táctica de tierra quemada en la mejor estrategia de supervivencia.

La turbamulta que la pasada semana arrasó los poblados chabolistas y expulsó de Nápoles a un millar de gitanos llega para recordarnos lo cerca que estamos de esa tierra quemada. Estos justicieros del vespino dejan constancia de que la bestia se despereza entre susurros de Roberto Maroni. Pero sobre todo aparecen en el momento preciso para convencer al progresismo sensato de la inevitable necesidad de una nueva vuelta de tuerca a esas miles de personas que deberán pagar con internamiento y expulsión sus carencias burocráticas y nuestros miedos.

La Directiva de Retorno que estos días se debate en Bruselas se presenta de este modo como el antídoto eficaz contra los ladridos italianos y el espectro de la tierra quemada. Su asimilación confirma así la rebeldía del acomodo, la indignada indiferencia de una bienintencionada izquierda del siglo XXI que supo cambiar a tiempo las trasnochadas lecturas del Manifiesto Comunista por la hipermodernidad de las hipotecas. No es extraño pues que hasta la propia oposición italiana, que hace poco reivindicara a José Luis Rodríguez Zapatero como el Lula del Mediterráneo, acabe legitimando los desmanes de Schengen frente a los despropósitos de Berlusconi. Al menos hasta que la próxima encuesta aconseje al Walter Veltroni o al Celestino Corbacho de turno la necesidad de meter en vereda a tanto joven extranjero por las calles.

Pero la inclinación hacia la tierra quemada no es monopolio de la frustración italiana. Tampoco faltan por estos lares quienes se decanten por la huida hacia adelante y el suelo arrasado. Lo estamos viendo estas semanas en las filas del PP donde algunos dirigentes optan por azuzar la antorcha a los pies de Mariano Rajoy, temerosos de quedarse fuera de juego en una renovación que busca subir unas décimas la intención de voto en ese espacio ectoplásmico que es el centro. Así lo ha venido haciendo Esperanza Aguirre, así lo ha escenificado María San Gil y así se desmarca ahora quien sería la envidia de Corleone en Castellón de la Plana, Carlos Fabra.

Este último es, posiblemente, quien mejor encarne el espíritu de la tierra quemada. Y también quien mejor ponga al descubierto esa extraña lógica que acaba reduciendo a cenizas una chabola en Nápoles o un despacho en Génova. Al fin y al cabo, si el incendiario Fabra hace temblar los pasillos de la sede popular por unas cuantas urbanizaciones con campo de golf, el aprendiz de camicia nera se limita a preparar el terreno para que las excavadoras urbanísticas de la Camorra hagan su negocio en el barrio de Ponticelli.

En última instancia, ya se sabe: transformar la política en la guerra por otros medios es tan fácil como convertirla en la especulación inmobiliaria por otros atajos. O si no que le pregunten a David Taguas.

martes, 13 de mayo de 2008

Purgatorios



Cuentan de Karol Wojtila que le obsesionaba tanto el destino de su hermana nacida sin vida, que al convertirse en Juan Pablo II hizo de la revisión de las geografías del Más Allá una de sus prioridades teológicas. Fue así como terminó convencido de la inexistencia del Limbo y persuadido de la misericordia divina para con los infantes muertos sin bautizar. Esta tortuosa reflexión le condujo, a la vez, a cuestionar ese carácter físico del Cielo, Infierno y Purgatorio que Dante había legado al imaginario cristiano con tanto detalle.

Tan generosa interpretación de la Otra Vida contrasta con el apego demostrado por Wojtila al dogma, la contrarreforma y el anticomunismo cuando de abordar los asuntos terrenales se trataba. Su sucesor heredaría de él esta línea dura frente a los supuestos pecados del hombre. Pero Joseph Ratzinger, ajeno al drama personal del polaco, no tendrá reparos en proyectar también al Otro Mundo esa actitud intransigente. Por ello, a la primera oportunidad que tuvo, Benedicto XVI nos recordó que el Infierno es algo mucho más tormentoso que esa simple idea metafísica esbozada por su antecesor.
El nuevo pontífice evitó, en cualquier caso, ser más explícito sobre esos reinos de Pedro Botero, tal vez por sus limitaciones imaginativas para anunciar realidades más espeluznantes que las que día a día se viven en Bagdad, Darfur o Kabul. Del mismo modo, tampoco adelantó pistas sobre los goces que aguardan a los elegidos en el Paraíso, aconsejado sin duda por ese afán eclesiástico por reprimir cualquier atisbo de placer que pueda hacer volar las ensoñaciones de los fieles. Pero, con todo, lo que resulta más llamativo fue el total mutismo de Benedicto XVI sobre los perfiles del Purgatorio. Y ello pese a que esa tierra de nadie entre el Cielo y el Infierno por los siglos de los siglos, no sólo es el lugar que mayor número de ánimas podría acoger en los preparativos del Juicio Final, sino que desde hace tiempo se ha convertido en la cotidianidad más parecida a nuestro presente.

En efecto, desde que Francis Fukuyama decretó el fin de la historia y los consejos de administración de las principales corporaciones hicieron suya la propuesta, la mayor parte del planeta se halla sumida en una especia de Purgatorio sin remisión, un devenir en punto muerto del que, según nos advierten, no tenemos escapatoria. No en vano, si antes se presentaba como un tránsito de purificación dolorosa en el camino al Paraíso, hoy se nos aparece como un callejón sin salida cuya única alternativa es el fuego eterno. Nos permiten esquivar el abismo del infierno, es cierto, pero a cambio de renunciar a la más remota esperanza.

Esta condena a perpetua expiación atenaza por igual a hombres y geografías. La deriva que el Líbano vive agravada estos días es, de hecho, una buena muestra de este porvenir prefigurado de parálisis. Abocado al espectro de la guerra, su única alternativa es la Nada. Esa es la decisión última de un Occidente que ha dispuesto que Hizbollah no existe, que es tanto como exigir al País de los Cedros que pierda sus cedros. Una sinrazón digna de menosprecio si no existiera el precedente, hace ahora sesenta años, de decretar la inexistencia de árabes en Palestina hasta desencadenar la Nakba, la catástrofe, evidenciando así las frágiles fronteras que siempre separan a los purgatorios del Infierno.

Una lúgubre perspectiva que incluso se siente en aquellos purgatorios por cuyos ventanales parece percibirse cercano el aroma del Paraíso. Almacenes de almas en pena esperando una incógnita, como en las frías alambradas de Guantánamo donde los condenados visten con mono naranja el púdico hedor de su desesperanza. El espacio indefinido se convierte así en aséptica necrópolis donde almacenar al disidente, real o imaginado, al que se arrebata la certeza última del asesinado hasta dejarlo aterido por su nueva condición de no-vivo. Hibernación del molesto, que Europa, siempre atenta a las tendencias del otro lado del Atlántico, se apresura a reconvertir en salas de espera para esos 8 millones de visitantes con carencias burocráticas donde aguardar el retorno por la vía administrativa a sus infiernos personales.

Una realidad de letargo que termina por adherirse a la geografía íntima de nuestras pieles. Así el purgatorio se transforma en nuestra sombra, helando nuestras reacciones, imposibilitando nuestras respuestas, dejándonos sin estímulos. Hieráticos terminamos aceptando nuestra condición de congelados tras convencernos de que nuestra vida pende de un hilo, como si fuésemos arañas o ahorcados. Eso sí, con la banda sonora de los anuncios televisivos de fondo y los ladridos del cancerbero a lo lejos para recordarnos qué nos aguarda si osamos aflojar el nudo de nuestra soga.

Por todo ello Benedicto XVI evita hablarnos del Purgatorio en sus sermones, porque hacerlo sería tanto como situarnos frente al espejo de nuestras renuncias. Y para ese ejercicio de desnudar los falsos resortes de nuestra resignación es más útil Karl Marx que las Sagradas Escrituras. O ir al teatro. Sentarse en la butaca y dejarse envolver por una poética del purgatorio como la recreada en su obra por el dramaturgo Francisco Zarzoso, que se transforma en El mal de Holanda en toda una radiografía del engaño: purgatorio envuelto con colores del paraíso, pero en cuyo interior se destapa un infierno representado en tres actos. Allí, en la penumbra de la sala, podemos llegar a imaginar cómo no hay infierno ni purgatorio al que no le llegue su telón final, por muy eterno con que se nos imponga.

domingo, 4 de mayo de 2008

El cuchillo y el hambre


La visión de un puñal sumergiéndose en la primera garganta de la Humanidad causó tal impacto en aquella lejana mirada que, desde entonces, se quedó clavada en la retina del inconsciente colectivo, en ese obsesivo recodo de nuestro genoma donde almacenamos los horrores más intensos. Aquel movimiento brusco alrededor del cuello, el helado filo seccionando la carne, el calor de la sangre surgiendo a borbotones, el mudo grito de la víctima, toda aquella sucesión de imágenes que tantas veces iba repetirse a lo largo de la Historia, sobrecogió de tal manera a su testigo original que aquel pavor nos acompaña desde milenios.

Por ello la mera evocación del cuchillo, el machete o la navaja despierta un pánico profundo y ancestral que nunca lograrán alcanzar una pistola o esas asépticas armas inteligentes. Es un espanto mucho más intenso que el temor a la muerte o a la locura. Es el miedo de nosotros mismos, la conciencia de ese abismo que en cualquier momento puede abrirse a nuestros pies y precipitarnos hacia la grotesca impotencia del degollado o la incisiva determinación del verdugo.

Ningún otro miedo es tan fuerte como el que desata el mortífero tajo del acero. Ninguno, menos el hambre. El espanto de ir consumiéndose por dentro, sentir encogidas las entrañas hasta dejarte sin fuerzas, exhausto, sin aliento; sólo piel no apta para la caricia, sólo despojo en agonía. Porque la famélica angustia tiene algo de muerte incompleta, detenida en ese preciso instante en que exhalamos el último aliento. Y ahí nos deja como en una eterna conciencia del fin, sin saber si estamos vivos o muertos hasta que alguien hecha tierra sobre nuestras caras.

En lo que va de año decenas de sindicalistas han sido degollados y apuñalados en Colombia, mientras en las calles Nuakchott, Dakar o Uagadugú desesperadas sombras humanas se revientan contra el asfalto huyendo del hambre. Jean Ziegler, al dejar su cargo en Naciones Unidas y regresar a su oficina en la desesperanza, nos advirtió que las nuevas plagas no vienen de los dioses, sino que surgen de la prometeica maldición de los biocombustibles, los templos del Fondo Monetario Internacional y los nuevos sacerdotes del capitalismo del siglo XXI.

Mientras tanto en Haití sus agotados ciudadanos han convertido las tortas de barro en todo un manjar. Las chabolas de Cité Soleil están viendo como la confección de estas galletas con margarina, sal y arcilla se convierte en un próspero negocio. Quién sabe si en este mismo instante, en algún selecto consejo de administración donde puede que estén sentados José María Aznar, Eduardo Zaplana o David Taguas, se esté valorando muy seriamente invertir en este sector en expansión. Si bien antes, para dar mayor estabilidad al mercado, tal vez sea aconsejable neutralizar a los sindicatos. Aunque sea a cuchilladas.

lunes, 21 de abril de 2008

Viajeros entre volcanes



Cuando Mary Leakey descubrió el rastro de aquellas pisadas por las volcánicas tierras de Laetoli, en Tanzania, no sólo nos proporcionó la prueba más antigua de la presencia de homínidos erguidos sobre sus dos piernas. El hallazgo de aquellos pasos fosilizados también nos dejó constancia de un primer desplazamiento, un recorrido conservado de apenas metro y medio de distancia -pero trayecto, al fin y al cabo- que demostraba que el hombre, mucho antes de que llegara a ser homo habilis, fue viajero.

Milenios más tarde descubriríamos con Gilgamesh que todo viaje es un desesperado afán por adentrarse en los misterios de la vida. Una travesía a menudo peligrosa en la que es preciso tomar todas las precauciones posibles, como sabiamente aconsejaron al rey de Uruk los sacerdotes cuando iba a emprender su marcha al Bosque de los Cedros junto a su amado amigo Enkidu. Y de entre todos los temores del viajero, el más intenso, sin duda, es el miedo a perderse.

Ulises supo bien a su regreso a Itaca de los sinsabores de vagar sin rumbo, cuando el azar, el capricho de los dioses o el vino tomado a destiempo apartan las naves de la ruta precisa para adentrarlas por la oscuridad de la zozobra. Los griegos, tal vez para conjurar esos miedos, convirtieron aquella deriva en epopeya. Un recurso que, sin embargo, fue poco a poco decayendo conforme las necesidades comerciales o imperiales por alcanzar con certeza el puerto de destino, sustituyeron por el frío pragmatismo cualquier posible inclinación épica que pudiera tener aquel viajero en fase de transición hacia su conversión en viajante o almirante.

No en vano, ya Cristóbal Colón recurrió a los últimos adelantos de su tiempo para emprender el que sería el primer viaje que superaba la lógica de la rapiña de los primitivos vikingos, para concebirse como una gran empresa comercial. Desde entonces, agujas náuticas, astrolabios, cuadrantes, nocturlabios, bitácoras y cartas de navegación han ido marcando nuestras rutas, hasta reducir las posibilidades de extravío a un anecdótico margen de error vía satélite gracias a la moderna tecnología del GPS.

Paralelamente, la obsesión por erradicar lo imprevisible convirtió desde el siglo XIX a los libros de viaje en la antesala ineludible de cualquier incursión por geografías ajenas. En ellos el aspirante a viajero encontrará la información precisa de lo que ver y lo que evitar, los recuerdos más inolvidables que deberá atesorar, las almohadas más cómodas para superar la fatiga y los restaurantes más exquisitos donde saciar el hambre de curiosidades del turista más intrépido.

Todo bajo control, sin riesgo alguno. O al menos, eso es lo que pensábamos. Hasta que un buen día, Thomas Kohnstamm confiesa que jamás visitó los lugares de los que nos habla en la Lonely Planet y los informativos alertan de la presencia de piratas acechando en el Océano Índico. Ese día, mientras la crisis financiera nos hunde en el titubeo económico y vital, volvemos a sentirnos como aquellos lejanos homínidos que hace 3,7 millones de años pasearon por un valle africano: pequeños, perdidos y caminando entre volcanes.
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Imagen: Se permuta (1998) de Franklin Álvarez

domingo, 13 de abril de 2008

La cuadratura del círculo


Un fantasma recorre Europa: el fantasma del desconcierto. La crisis económica en la que poco a poco nos van hundiendo los sub prime, los circuitos financieros y la burbuja inmobiliaria de este cielo cada vez más enladrillado, está terminando por sumirnos en una perplejidad difícil de digerir. Y frente a la desorientación que provoca ver cómo se asemeja nuestro mejor de los mundos posibles a ese corralito argentino de tan nefastos recuerdos, resulta tentador buscar cobijo en aquel sueño alquimista de encontrar esa piedra filosofal capaz de convertir en oro las peores zozobras bursátiles.

La fórmula es aparentemente sencilla. La recordaba hace poco Massimo D’Alema a propósito de los aprietos electorales que estos días acosan a los italianos. El único conjuro viable a estas alturas del partido es: la cuadratura del círculo. La receta resulta fácil de recordar. No en vano se ha convertido en todo un mantra que los gurús surgidos de cualquier máster de Economía de tres al cuarto no dejan de repetir desde hace más de veinte años: la liberalización. El reto está en evitar que salte por los aires la cohesión social... si es posible, claro.

D’Alema, feliz tras haberse liberado del “condicionamiento ideológico” de Fausto Bertinotti, no tiene reparos en reivindicar para su moderno centro-izquierda el monopolio de tan efectivo bálsamo de Fierabrás contra los males económicos. Un ungüento maravilloso que si bien es cierto que agrava “las diferencias sociales”, consigue obrar el milagro que permite olvidarse de tan insignificante contratiempo: logra que los empresarios estén encantados con Walter Veltroni.

Así, superado el lastre de la lucha de clases, el juego se reduce ahora a la pugna despiadada de talantes. Es, sin duda, un campo de batalla donde el ex alcalde de Roma se halla cómodo. No en vano, forma parte de ese selecto club de líderes políticos ungidos con ese carácter de altas miras que tan bien encarna en Madrid José Luis Rodríguez Zapatero. Una coincidencia de aureolas que ha llevado al presidente español a ir en apoyo del romano, al tiempo que afronta su segundo mandato con vocación de gran estadista en tiempos de crisis, o lo que es igual, ingeniero absoluto de la cuadratura del círculo.

En realidad, tampoco le resulta tan caro a Moncloa conservar esos maquillajes socialdemócratas. Poco más de cuatrocientos euros por contribuyente y ya está. El resto de las cuentas deberá ajustarla la calculadora de Pedro Solbes con operaciones aritméticas hechas sobre la base de viejas fórmulas como la moderación salarial. Todo un guiño apaciguador a los empresarios españoles quienes estos días, como si de un aviso a navegantes se tratara, alertaban maliciosamente de que cientos de miles de personas perderán su trabajo en los próximos meses.

Pese a ello, el flamante ministro de Economía insiste día a día en tranquilizar a los escépticos que barruntan la que se avecina. Tal vez Solbes encuentre en el embajador de Estados Unidos en Italia un buen aliado para evitar los nervios traicioneros. Ronald Spogli hace gala de americano impasible y se muestra plenamente tranquilo ante los resultados electorales. A fin de cuentas el diplomático no tiene la menor duda en asegura que Berlusconi y Veltroni son intercambiables. Pues eso: la cuadratura del círculo.

sábado, 5 de abril de 2008

Tánger, siglo XXI


Son muchas las ciudades que arrastran resignadas su nostalgia de lo que nunca fueron. Tánger, sin duda, es una de ellas. Los pasos de Paul Bowles o William S. Borrouhgs son en la actualidad apenas un reclamo turístico cuyo eco se va apagando por entre el bullicio del Zoco Chico, y poco o nada queda ya de aquella ensoñación canalla de Jack Kerouac o Mick Jagger por las callejuelas de una khasba que se eleva serpenteante sobre la colina.

Por no quedar ya no quedan ni tangerinos. Al menos así se lamentan los taxistas más viejos desde su añoranza políglota de aquellos años 40 y 50, cuando la villa se proyectaba en su esplendor de ciudad abierta bajo control internacional. Tánger, espacio de cobijo y acogida, es desde hace tiempo lugar de escapada para sus habitantes, desperdigados hoy en diáspora impersonal por los suburbios de París, Marsella o Madrid. Su ausencia paseando por la playa o viendo morir el tiempo desde las mesas de un café, la ocupan ahora otros exiliados de las montañas, del campo, que ya no atraen la mirada orientalista de ningún Delacroix.

Pero, a pesar de todo, Tánger continúa teniendo una especial atracción para ese peculiar turista que se empeña en disfrazarse de viajero. Tal vez porque, como señala el tópico, todo viaje tiene en el fondo una vertiente inevitable de introspección, de situarse ante el espejo de nosotros mismos aunque sólo sea para tomar la determinación de apartar la mirada. Y pocos escaparates de nuestro lastre europeo se pueden encontrar más privilegiados que esta ciudad africana. Basta con sentarse en la terraza del Café Hafa entre aromas de té con menta y hachís, levantar la mirada y descubrirse al fondo. Allá Europa se nos presenta hecha silueta, nítida unos días o envuelta en brumas en otros, separada tan sólo por una pequeña pero implacable lengua de mar.

El Viejo Continente se descubre así cara a cara con este otro territorio a la deriva que es África. Pero de este encuentro surgen hoy pocas evocadoras imágenes y demasiada desesperanza. La de los cientos de náufragos devorados por el azul siniestro de aquellas aguas. La del vacío sin rumbo de la otra orilla.

Después, con los bolsillos llenos de incertidumbres, el visitante podrá apurar una última copa en el bar del Hotel El Minzah, donde llegará con la certeza de saber que ya no quedan espías entres sus selectas sombras coloniales. Un trago final, a salvo de las restricciones coránicas, que le descubrirá el regusto amargo de constatar que, en realidad, nunca existieron secretos que desvelar.

viernes, 14 de marzo de 2008

Izquierda Unida contra Arquímedes

Es cuanto menos llamativa la facilidad con que durante estos últimos días, la más ortodoxa gauche divine ha sabido sustituir el materialismo histórico por los principios pitagóricos. El desmerengamiento-que diría Fidel Castro- sufrido por Izquierda Unida en las elecciones del pasado domingo ha hecho que más de una calculadora tirase humo esta semana buscando el consuelo matemático en una ley d’Hondt que se presenta más implacable para los diputados izquierdistas que la brigada político-social de Franco.

Pero ésta no es la única aflicción numérica que desazona a las fuerzas del progreso. El otro gran enigma matemático que amenaza con inmovilizar a la progresía española es la teoría del Arquímedes. Se trata de ese extraño e implacable fenómeno por el cual las aguas izquierdistas se ven desplazadas por la irrupción del cuerpo felipista o zapateristas de turno, que aprovecha su líquido elemento para elevarse en cada contienda electoral en la que el voto útil llama a rebato.

Poco se puede decir del primero de estos desvelos aritméticos. Tan sólo sorprende cómo no pocos militantes y teóricos parecen haber recibido su impacto con la misma inesperada fe con que Pablo de Tarso aceptó su conversión. Si aquel tuvo que caer de su caballo –según noticias no confirmadas, todo sea dicho- para aceptar la llamada de Dios, otros han tenido que caer del grupo parlamentario para descubrir las perversiones de una ley electoral que está vigente más de treinta años.

Más calado tiene el impacto del principio descubierto por el sabio de Siracusa en los avatares de la izquierda española. Y es que desde que Felipe González impidió a Santiago Carrillo convertirse en el Enrico Berlinguer que liderase la descomposición de la izquierda, las relaciones con el socialiberalismo postmoderno han marcado los amores y odios de la siniestra. Así, no pocos han optado en los últimos tiempos por pasarse con armas y bagajes a la pretendida casa común como Diego López Garrido, o incluso al universo de papel cuché de Anita Obregón como Cristina Almeida.

Gaspar Llamazares optó –al menos por el momento- por la fórmula intermedia. Frente al quijotesco ZP, él representaría el papel del pragmático escudero, compañero de viaje leal que finalmente vería recompensada su entrega si no con una ínsula, al menos con un ministerio. Desgraciadamente, cuando dejó el cobijo virtual de Second Life, el asturiano descubrió que su organización se encontraba “sola, fané y descangallada” que diría el tango de Discépolo.

Por el contrario, otros afrontan la maldición arquimediana con la determinación del campesino frente a la sequía: sacando al santo a pasear. La supuesta coherencia ideológica se exhibe así a golpe de hoz y martillo, reivindicando una pretendida especificidad política que a menudo es mera retórica y, en ocasiones, simple reparto de cargos y anhelo por llegar a fin de mes con el acta de diputado, concejal o liberado sindical. Algo que explica la facilidad con que muchos militantes comunistas acaban en los brazos del PSOE o lo pronto que se olvidan aquellos abrazos peligrosos de algún secretario general del Partido a su homónimo socialista en plena campaña.

Con todo, lo más preocupante es que absortos entre cálculos y logaritmos se acabe olvidando el materialismo histórico. O lo que es lo mismo, esa imbricación crítica en una sociedad cada vez más desarticulada y vulnerable a fuerza de recibir golpes de ese neoliberalismo beato y cuartelario de los populares, o aquel otro con el rostro amable de ZP. Por eso es urgente recuperar a Marx, a Karl y a Groucho, a los dos, para que la próxima crisis financiera nos pille, al menos, confesados. Y salir a pasear por las calles, aunque eso nos deje sin un diputado.

sábado, 8 de marzo de 2008

Desde la angustia

España, 8 de marzo. Hoy, víspera de elecciones generales, es jornada de reflexión. Y sin embargo, resulta difícil pensar con tres disparos en el cerebro.

Las detonaciones que ayer segaron la vida en Mondragón de Isaías Carrasco retumban hoy entre las fauces de la bestia. Ayer unos salvapatrias arrojaron sus esputos de plomo con la pretenciosa vocación de promover el diálogo de las bocas partidas. Hoy otros salvapatrias nos recordarán de nuevo el añejo discurso del “no hay descanso contra la hidra” y lanzarán sus índices temblorosos contra quien ose cuestionar la cárcel y el silencio

Pero entre ese retumbar de ecos en la caverna, sólo una certeza: Isaías quedó tendido en el suelo, como un simple cuerpo descoyuntado cubierto de sangre y vergüenza. Los salvapatrias podrán ahora escuchar complacientes sus discursos retroalimentados, entregarse al onanismo mental de las grandes palabras.

Y mañana otra voz podrá ser amordaza, otro pensamiento prohibido, otro disparo esparcirá la nada. El tiovivo macabro sigue así su rueda. Por eso hoy, 8 de marzo, en España es imprescindible la reflexión. Mucho más, incluso, que ir a votar mañana.

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Imagen: Comiendo cuchillo de Juan Roberto Diago

martes, 4 de marzo de 2008

Otra crónica para otra muerte anunciada


Ingrid Betancourt debe morir. Así lo decidió Álvaro Uribe cuando ordenó la masacre de la selva de Sucumbíos. La bomba que destrozó el aliento de Raul Reyes incluía en su onda expansiva la sentencia última para la quebradiza mujer. Los cuerpos desgarrados de los guerrilleros, sorprendidos mientras dormían, tiroteados por la espalda, marcan así otra crónica de una de tantas muertes anunciadas en la cotidiana agonía de Colombia.

Ingrid Betancourt debe morir porque así lo marca el guión. El relato está ya escrito y los grandes editorialistas del Grupo Prisa no tienen previsto otro final. La muerte es una opción dulce. Las palabras que la frágil cautiva envía a su esposo retumban en nuestra cabeza como el seco repicar de campanas llamando a difuntos. Ya sólo falta la catarsis última, la tragedia presentida por los lectores hecha realidad.

La muerte es una opción dulce. Pero para Uribe la muerte es, por encima de los adjetivos, simplemente eso: una opción. Una posibilidad más en el frío cálculo político a la que se puede recurrir impunemente, consciente de pertenecer a ese selecto grupo de los asesinos consentidos cuyo liderazgo se regodea en asumir, en competida pugna con el primer ministro israelí Ehud Olmert.

La muerte, convertida en baza política, lleva así inevitablemente a lo irremediable. Ingrid Betancourt debe morir para echar al traste la más mínima esperanza para el castigado pueblo colombiano. Un objetivo que el presidente perseguirá con el mismo empecinado empeño con que hasta ahora ha intentado hacer fracasar cualquier proceso de liberación.

Uribe considera la muerte un simple as bajo la manga en la partida de las geoestrategias. Y no duda en jugarla fiel a su nuevo papel de mamporrero de Washington encargado gustoso de concebir desestabilizaciones contra una revolución como la venezolana -tan peligrosa por acatar la voz de sus ciudadanos-, o de llenar de escollos las turbulentas aguas por las que intenta navegar con rumbo propio Ecuador.

Por todo ello, Alvaro Uribe ha decidido que Ingrid Betancourt debe morir. Mientras, al otro lado del Atlántico los consejos de administración de algunas corporaciones hacen sus cálculos de beneficios. Y el Gobierno y el Rey de España permanecen mudos, plácidamente, sin necesidad siquiera de que alguien les mande callar.

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Imagen creada por José M. Costa

lunes, 25 de febrero de 2008

De autodeterminaciones y otras bombas



Las incursiones de los aviones y helicópteros turcos sobre las regiones de Zap, Hakurk o Haftanin en busca de guerrilleros del PKK han hecho que la política internacional regrese a la situación en que se hallaba antes de la polémica independencia de Kosovo: la arbitrariedad, la ley del más fuerte, la impunidad. El respaldo de Estados Unidos a esta nueva intervención de Ankara en el norte de Iraq desarma así todos los miedos despertados no sólo entre algunos competidores regionales como Rusia, preocupada porque el ejemplo kosovar se extienda por tierras caucásicas, sino incluso entre ciertos aliados, como el Gobierno español de José Luis Zapatero temeroso de que el influjo balcánico diera alas suficientes a cualquier lehendakari de turno encaprichado en aguarle la campaña electoral.

Sin embargo todo fue un espejismo. Porque la comprensión norteamericana a los ataques contra los kurdos en territorio iraquí –entre democráticos a regañadientes, eso sí, y condicionada, por supuesto, a que, como señaló el Secretario de Defensa, Robert Gates, los turcos se vayan “cuando hayan cumplido su misión”- deja bien a las claras que la voluntad de Washington no era convertir los hechos consumados de Kosovo en un precedente universal de respeto a la autodeterminación. A fin de cuentas, el apoyo de Georges Bush a la independencia kosovar, al margen del derecho internacional, sólo pretendía culminar la construcción de la macrobase militar de Campo Bondsteel. Eso y, de paso, lograr que en vísperas de la entrega de los Óscar los norteamericanos recuperarán unas gotas de autoestima contemplando en sus televisores la imagen de ciudadanos agradecidos enarbolando la enseña de las barras y estrellas por las pobres calles de Pristina, todo un espectáculo para un público resignado hace tiempo a ver la patriótica bandera cubriendo sólo interminables féretros procedentes de Iraq o Afganistán.

Por eso las bombas turcas que hoy estarán cayendo sobre las montañas de Qandil y sus habitantes, son un mensaje claro para los gobiernos preocupados por lo que puedan pensar, entre tantos otros, sus ciudadanos en Chechenia, Palestina, Transnitria, Osetia del Sur, Nagorno Karabaj, Xinjiang, Tibet, Sáhara Occidental, Chipre, Mindanao, Pattani, Québec, o Euskadi. La respuesta a sus temores es clara: señores gobernantes, ustedes pueden seguir haciendo con sus respectivas minorías lo que les dé la gana.

De este modo, la Audiencia Nacional puede insistir estos días en prohibir partidos con la tranquilidad de conciencia que otorga las firmes convicciones democráticas. Y por eso, también, en la región de Mitrovica miles de serbios ignoran cuál será su futuro en el nuevo Kosovo independiente. Tal vez huir, como ya han hecho tantos otros miles de serbios durante los últimos años ante el mutismo de la prensa internacional que había decidido que aquellos infelices formaban parte de los Imperio del Mal. Eso sí, esta vez su posible expulsión estará supervisada por un general español. Todo un consuelo.

sábado, 16 de febrero de 2008

Camps, los milagros y la fórmula 1



La velocidad provoca en los selectos círculos de la economía y la derecha política una extraña atracción. Tal vez sea porque su conservadurismo moral encuentra en el rugir de los motores y en el espeso olor de los neumáticos, un sustituto idóneo de esos desahogos eróticos confinados en las clandestinas catacumbas de sus dobles vidas. O tal vez sólo sea por esa atracción nihilista hacia el vértigo que a menudo sienten aquellos que ya se saben poseedores de todo lo que se pueda esperar.

Sea cual sea la razón, lo cierto es que esa inclinación por los coches y las carreras parece adueñarse de esos exquisitos propietarios de las altas esferas. Uno de los casos más famosos lo encarnó Mark Thatcher, el hijo de quien fuera punta de lanza junto con Augusto Pinochet y Ronald Reagan de la imposición a sangre y fuego del neoliberalismo. La afición al volante y al riesgo del hijo de la Dama de Hierro le llevó, allá por 1982, a embarcarse en la carrera del París-Dakar donde protagonizaría la involuntaria aventura de extraviarse de la ruta y permanecer durante casi una semana perdido en las tórridas arenas del desierto.

En cualquier caso, tampoco por las Españas han faltado espíritus inquietos entre la buena sociedad, dispuestos a dejarse seducir por el rechinar de los neumáticos sobre el asfalto. Buena prueba de ello son estas tierras valencianas, siempre dispuestas a fastos tan desmesurados como fugaces. Aquí Francisco Camps y Rita Barberá han sabido convertir la promoción de los más variadas pruebas automovilísticas en uno de sus principales reclamos, aprovechando la artificiosa estela de Fernando Alonso prefabricada desde sus monopolios televisivos por el yernísimo de José María Aznar. Surgía así una nueva y no menos santísima trinidad formada por el presidente de la Generalitat, Alejandro Agag y el rey de la Fórmula 1, un Bernie Ecclestone omnipotente y convencido de su hipnótico influjo en hacer y deshacer gobiernos a su antojo.

Consumado el embrujo en forma de Circuito del Motor, sólo queda el desagradable contratiempo de pagar una fórmula mágica que entre otros costosos ingredientes incluye los 3,4 millones de euros del contrato de carreras GP2, la competición en la que se ha especializado Agag como paso previo a su sueño de heredar el imperio de Bernie. Una contrariedad agravada además por la incapacidad del proyecto para generar recursos propios, como evidencian los informes oficiales, y por la imposibilidad de sacarse billetes de una chistera con los que pagar las facturas.

Obstáculos nimios, no obstante, para quienes han hecho del amor por el riesgo y la aventura una fórmula de vida política. Eso sí, una apuesta vital financiada con fondos públicos, como bien conoce Camps que ha sabido convertir las modificaciones de créditos presupuestarios en una suerte de milagro contable de los peces y los panes: se recortan 817.370 euros para rentas de integración social, 738.370 euros para el plan de vivienda, 667.460 del programa para la mejora de los municipios o se mengua en 203.140 euros el programa de ayuda humanitaria. Si todavía no hay suficiente, se puede seguir reclamando el trasvase del Ebro mientras se aminora en 551.930 euros la partida para la depuración de aguas o en 1.245.720 euros los fondos para promover el riego por goteo. Y así, sisando de aquí y de allá, se pueden reunir con facilidad los más de 35 millones de euros que son necesarios –por el momento- para que los valencianos puedan sentir cómo su comunidad con el ímpetu y la emoción de las grandes cilindradas, avanza veloz hacia ninguna parte.