Son muchas las ciudades que arrastran resignadas su nostalgia de lo que nunca fueron. Tánger, sin duda, es una de ellas. Los pasos de Paul Bowles o William S. Borrouhgs son en la actualidad apenas un reclamo turístico cuyo eco se va apagando por entre el bullicio del Zoco Chico, y poco o nada queda ya de aquella ensoñación canalla de Jack Kerouac o Mick Jagger por las callejuelas de una khasba que se eleva serpenteante sobre la colina.
Por no quedar ya no quedan ni tangerinos. Al menos así se lamentan los taxistas más viejos desde su añoranza políglota de aquellos años 40 y 50, cuando la villa se proyectaba en su esplendor de ciudad abierta bajo control internacional. Tánger, espacio de cobijo y acogida, es desde hace tiempo lugar de escapada para sus habitantes, desperdigados hoy en diáspora impersonal por los suburbios de París, Marsella o Madrid. Su ausencia paseando por la playa o viendo morir el tiempo desde las mesas de un café, la ocupan ahora otros exiliados de las montañas, del campo, que ya no atraen la mirada orientalista de ningún Delacroix.
Pero, a pesar de todo, Tánger continúa teniendo una especial atracción para ese peculiar turista que se empeña en disfrazarse de viajero. Tal vez porque, como señala el tópico, todo viaje tiene en el fondo una vertiente inevitable de introspección, de situarse ante el espejo de nosotros mismos aunque sólo sea para tomar la determinación de apartar la mirada. Y pocos escaparates de nuestro lastre europeo se pueden encontrar más privilegiados que esta ciudad africana. Basta con sentarse en la terraza del Café Hafa entre aromas de té con menta y hachís, levantar la mirada y descubrirse al fondo. Allá Europa se nos presenta hecha silueta, nítida unos días o envuelta en brumas en otros, separada tan sólo por una pequeña pero implacable lengua de mar.
El Viejo Continente se descubre así cara a cara con este otro territorio a la deriva que es África. Pero de este encuentro surgen hoy pocas evocadoras imágenes y demasiada desesperanza. La de los cientos de náufragos devorados por el azul siniestro de aquellas aguas. La del vacío sin rumbo de la otra orilla.
Después, con los bolsillos llenos de incertidumbres, el visitante podrá apurar una última copa en el bar del Hotel El Minzah, donde llegará con la certeza de saber que ya no quedan espías entres sus selectas sombras coloniales. Un trago final, a salvo de las restricciones coránicas, que le descubrirá el regusto amargo de constatar que, en realidad, nunca existieron secretos que desvelar.
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