miércoles, 28 de noviembre de 2007

Tierra de nadie


A fuerza de vivir a medio camino entre la globalización y la realidad virtual, hemos acabado condenados a deambular por una especia de tierra de nadie, de limbo geográfico donde afrontar el día a día. Espacio incierto al que ni la muerte parece poner perfiles definidos una vez apurado el último trago.

Es lo que le pasa a José Herrera, difunto tullido y desventurado, que espera desde hace semanas en una fría morgue valenciana que alguien decida cual es el destino final de sus incompletos huesos. Recaló con sus males en una residencia de Picassent, pero le atacó la definitiva en la habitación de un hospital de Valencia. Ahora, ni unos ni otros quieren hacerse cargo de sus incompletos huesos, o lo que es lo mismo, del gasto que supone lanzarlos a una fosa común.

Y es que ya no queda espacio físico ni para la muerte. En Guanajuato hicieron de ello virtud cuando descubrieron que aquella tierra, tan buena para las fresas en la vecina localidad de Irapuato, no lo era menos para los cadáveres en tránsito a mejor vida. El entusiasmo con que los visitantes gringos contemplaban aquellos cuerpos tan bien conservados, les animó a ir vaciando sus nichos para dejar paso a nuevos inquilinos, haciendo de sus anteriores moradores piezas valoradas de su museo de Momias.

Claro que en ocasiones la vida se encarga de destrozar tanto al últimado que no se le deja opción al terruño para obrar el milagro de la conservación. Siempre en tierra de nadie. Como a ninguna parte conducía la carretera que veintidós trabajadores afganos estaban construyendo para el ejército norteamericano en la hermosa región sureña de Nuristán. Descansaban en sus endebles tiendas cuando un avión norteamericano decidió que ya habían llegado demasiado lejos y les reventó el sueño con bombas inteligentes.

También Larami y Moushin vivían en ese agujero negro que son los banlieue, los barrios periféricos, hasta que su motocicleta se empotró contra aquel coche policial. Ahora Viliers-le-Bel arde de nuevo, espontáneo, marginal, salvaje. Mientras las fuerzas antidisturbios le recuerda que sólo son tierra de nadie.

jueves, 22 de noviembre de 2007

África, entre el muñón y la esperanza


Cuando África existe, cuando el continente negro logra alcanzar esa mínima visibilidad que le otorga un fugaz instante en los telediarios, es para convertirse en metáfora del espanto. En otro tiempo, su nombre femenino llegaba envuelto por el evocador tronar de los tambores, las últimas y esperadas noticias sobre la pugna entre Speke y Burton por alcanzar las fuentes del Nilo, el rugir de leones tras los pasos perdidos del doctor Livingston o la cristiana búsqueda del buen salvaje, demasiado inocente para afrontar solo, sin la férrea disciplina misionera, la tentadora naturaleza sensual que le rodeaba.

Eran los tiempos en que el colonialismo se adentraba por el Níger con la sonrisa entusiasta del progreso en el rostro y la voracidad de los viejos buques negreros oculta en las entrañas. Luego llegarían los Bokassa para garantizar que nunca les faltaran los diamantes a los Valèry Giscard D’Estaing de turno en los consejos de ministros o las juntas de accionistas. Y los bienpensantes del mundo libre decidieron que había llegado el momento de olvidarse de África, pues la discreción es la mejor consejera de los negocios.

Para cuando Francis Fukuyama anunció el fin de la historia, el continente ya había desaparecido. Sólo algunos documentales en canales de mínima audiencia, recordaban a los telespectadores que África continuaba viva, pero sólo como paisaje, como refugio de fauna salvaje, sin gente, vacía. Por eso nadie entendía nada cuando el primer machetazo cayó sobre Ruanda. Sólo quedó el rostro desencajado ante el horror y la matanza.

Desde entonces África es la geografía del terror que periódicamente asalta nuestras sobremesas con el dilema de adivinar cuál es la mayor catástrofe: ¿Darfur? ¿Somalia? El mítico paraíso que vio dar sus primeros pasos al hombre se ha convertido hoy en la tierra de podredumbre origen del Sida, una balsa de Medusa a la deriva de la que todos quieren escapar en los cayucos de la desesperanza amenazando así nuestras cálidas costas de tranquilidad.

Y en la mirada selectiva de hoy sobre África, como en la de ayer, no existe espacio para el africano. Ni siquiera ese mínimo respeto distante que planteara Conrad cuando se asomaba al corazón de las tinieblas. Así se enmudece la voz crítica del continente y se evitan los recuerdos incómodos para nuestra autocomplacencia. Recuerdos como los de Thomas Sankara que hastiado del papel de víctima o verdugo que el guión reserva a los habitantes del continente, decidió escribir un nuevo relato para hombres y mujeres dignos y lo llamó Burkina-Faso. Al volante de un Renault-5 se adentró por los duros caminos de una revolución que buscaba la ingenua meta de la felicidad. Era consciente de que los cambios necesarios llegaban tarde, pero también estaba convencido de la necesidad de impulsarlos antes de que fuera demasiado tarde.

Un 15 de noviembre los africanos se despertaron estremecidos por la noticia del asesinato de Sankara. Hace sólo veinte años de aquella muerte que contó con todas las bendiciones de François Mitterrand. Pero este aniversario no ha provocado ni una sola línea en la prensa española tan propensa a las conmemoraciones. Su perfil rebelde y orgulloso no encaja en ese escenario del espanto que debe ser África.

Es más amable seguir el concurso de Miss Mina antipersonal promovido por el noruego Morten Traavik con fondos europeos. Las finalistas, seleccionadas entre miles de aspirantes tullidas, siguen nerviosas la marcha de las votaciones. La ganadora obtendrá como premio una espléndida prótesis de última generación, generosamente donada por una empresa nórdica. El resto de África seguirá condenada al muñón.

martes, 13 de noviembre de 2007

Las formas, los reyes y los nuestros

El conflicto entre las formas y los fondos ha llenado miles de páginas en la voluminosa historia del arte y las ideas. La aparente primacía de los contenidos ha impedido a menudo que la estética, con su distanciamiento, introduzca ese matiz de ponderación capaz de evitar la rigidez discursiva tan común por las geografías del dogmatismo. Por el contrario, el reproche formalista es no pocas veces un recurso hipócrita con el que se intenta esquivar el duro golpe que nos lanzan algunas verdades como puños.

No poca de esa hipocresía parece esconderse detrás de la reacción de José Luis Rodríguez Zapatero y Juan Carlos de Borbón a propósito de las intervenciones de los presidentes Hugo Chávez y Daniel Ortega en la reciente Cumbre Iberoamericana. Al menos llama la atención la vehemente defensa que Zapatero hizo de su antecesor en el cargo José María Aznar por el apelativo de “fascista” lanzado contra él por el líder venezolano. Un adjetivo que, más allá de conceptualizaciones historiográficas, no parece muy descabellado políticamente para alguien que se apresuró a cerrar filas con el golpista Pedro Carmona -como reconoció en su día el propio ministro Miguel Angel Moratinos-, convirtiendo de este modo a España en valedora frente a Europa de lo que era un acto de fuerza en contra de un gobierno democráticamente elegido.

Por eso habría sido de agradecer que Zapatero hubiera manifestado la misma firmeza que mostró defendiendo la supuesta honorabilidad atacada de Aznar, asegurando que aquella sería “la última vez” que un gobierno español injería en asuntos internos de un país soberano. Pero sin embargo no lo hizo, dejando sembrada así la duda sobre si su altercado con Chávez no escondía, a su vez, un oportuno guiño cómplice hacia la oposición venezolana que estos días se moviliza, jaleada por el Grupo Prisa, contra la reforma constitucional en marcha en el país.

En lugar de ello el presidente español prefirió resguardarse en la orden de callar lanzada por el monarca. Con estos dos gestos, la diplomacia española parece asumir en Latinoamérica la validez de aquel viejo refrán que aseguraba que “no hay peor sordo que el que no quiere oír”. Un autismo premeditado y remarcado poco después por el propio rey con su decisión de abandonar la sala para no escuchar las críticas del presidente nicaragüense contra las multinacionales españolas, consorcios económicos que, en cualquier caso, esconden más de una vergüenza por las castigadas tierras latinoamericanas.

Lo peor, con todo, no ha sido el incidente en sí, sino la llamada a rebato lanzada por los medios de comunicación españoles frente al supuesto ultraje nacional. Se asume así el rancio patrioterismo como razón de Estado. Nada puede cuestionar la defensa a ultranza de nuestros compatriotas enarbolada por Zapatero o la salvaguarda ciega de nuestras empresas asumida por el rey. Al fin y al cabo, Franklin Delano Roosevelt ya dejó claro el siglo pasado que en las políticas hacía América Latina había que proteger a los nuestros, aunque los nuestros fueran unos hijos de puta.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El retorno de los "racailles"


Ante la disyuntiva de ser el payaso o el director de pista en el gran espectáculo del circo político europeo, Nicolas Sarkozy ha optado sin dudarlo por asumir los dos papeles. Y el de trapecista, domador, prestidigitador y fonambulista si fuera necesario. Porque el nuevo inquilino del Elíseo ha demostrado en su trayectoria pública una profunda vocación de saltimbanqui y contorsionista, capaz de lograr la más estrambótica postura al culminar esa pirueta del más difícil todavía que deja boquiabierta la mirada del público.

El presidente francés sabe que en la política actual mandan los golpes de efecto que rompen la monotonía de los informativos. Con ellos, se asegura sobresalir lo preciso para despuntar sobre quien le rodea o al menos hacerse visible en las fotografías. Como cuando manipuló aquella instantánea en el inicio de la invasión de Iraq, para aparecer más alto junto a George Bush mientras se desmarcaba del vibrante discurso contra la guerra de su compañero de gabinete Dominique de Villepin. Una foto de familia que el presidente galo, con su mirada pícara de Jean Paul Belmondo, reitera estos días entre lágrimas en los ojos por los soldados norteamericanos muertos y redobles de tambores de guerra apuntando a Teherán.


Pero, sin duda, su salto mortal más arriesgado fueron sus provocativas declaraciones como ministro del Interior calificando de racailles, chusma, a los jóvenes de los suburbios que en el otoño de 2005 prendían con el fuego de su desesperanza las calles de París. Todo un guiño de ponderado racismo, una versión de populismo lepeniano con buenos modales dirigida a la pusilánime clase media francesa, a la vez que primera toma de posiciones en la que iba a ser su larga carrera por la sucesión de Jacques Chirac.

Ahora Sarkozy, tras haber equiparado la pobreza y la escoria, se saca de la chistera su particular solución a todos los males: tratar a los pobres como basura, recortándoles las prestaciones sanitarias, endureciéndoles las condiciones de jubilación o aumentándoles la jornada laboral. Y si los trabajadores se echan a la calle siempre queda el recurso de ese artista con tablas que es capaz de asombrar al respetable con un triple mortal sin red.

Entonces Sarkozy proyecta su visión social del estercolero a las relaciones internacionales y descubre así el Chad, un país racaille al que despreciar por la insolencia de encarcelar a unos blancos por el nimio secuestro de un centenar de negritos al que sólo se intentaba dar una vida mejor, poco importa que en contra de su voluntad. Sin duda, un argumento demasiado tentador y televisivo como para no convertirse en protagonista, especialmente si, además, de este modo se eclipsan las posibilidades de que las vinculaciones de su hermano François con el Arca de Zoé se transformen en escándalo.

En cualquier caso, su habilidad de encantador de serpientes es tal que hasta en España no han faltado voces que le reprochen a José Luis Rodríguez Zapatero no haber convertido su Z electoral en la marca del mítico Zorro, y encarnado por un heroico Antonio Banderas haber al menos emulado al francés en las gallardas maneras de afrontar el incidente africano. Otros, los más progresistas, prefieren el referente italiano de Walter Veltroni. A fin de cuentas, los gitanos rumanos, ¿qué son sino racailles?.

sábado, 3 de noviembre de 2007

La ley del olvido

La izquierda española lleva tantos años tratando de convencer a propios y extraños de que el camino más corto entre dos puntos es la marcha atrás, que al final ha terminado por creerse su extravagante teoría geométrica. Fue su particular caramelo mental para tragar la amarga píldora de una transición política vendida como modélica y va camino de convertirse en una especia de argumento pitagórico con el que deleitar los oídos ante la mal llamada Ley de la Memoria Histórica.

En realidad no podía ser de otra forma, pues una ley que se reclama de la memoria sólo puede aspirar a la litúrgica regulación del olvido. Así ha sido desde el principio de los tiempos, desde que el poeta Simónides de Ceos inventó el arte de la memoria: esa selección de cosas y hechos a recordar, ordenados en arquitectónicas imágenes mentales que las protegen del olvido. Porque, en última instancia, toda selección no es más que una elección, o lo que lo mismo, la marginación definitiva de aquellos elementos que condenamos de partida a la tiranía de la amnesia.

Por eso, cualquier intento de regular legalmente la memoria ha de asentarse sobre la renuncia, práctica, por otro lado, en la que parece sentirse especialmente cómoda la progresía institucional de este país. Y, por eso, era inevitable la balbuceante alusión que la recién aprobada ley hace de la figura del maquis, esos guerrilleros cuya indómita rebeldía, paradojas de la vida, ha terminado siendo más incómoda para la pusilánime democracia que para el franquismo. Pero sobre todo, esto explica por qué los legisladores se contentaron con proclamar la injusticia –ya sabida por todos- de unos juicios sumarísimos que en ningún momento se plantearon anular: desautorizar aquellas sentencias hubiera sido deslegitimar plenamente a quién las dictó, a quien firmó tantas condenas de muerte, a quien designó a su sucesor, a quien restableció la monarquía que hoy, nos repiten, a todos nos cobija.

Anular los juicios suponía, pues, desenterrar demasiados muertos y excesivas preguntas. ¿Qué fue de aquellos obreros muertos en Vitoria? ¿Por qué Manuel Fraga se convirtió en prohombre de la patria en lugar de pasar al banquillo de los acusados? ¿Cómo pudo ser posible que cuarenta años de ignominia asesina se saldaran con el estribillo ingenuo de una libertad sin ira?

Simónides utilizó por primera vez ante testigos su arte de la memoria en Tesalia, para poder identificar los cuerpos sin vida del noble Scopas y su hijo destrozados por un derrumbe. Sin embargo, la memoria de Estado lejos de devolver el rostro a los fallecidos, siempre termina guardando algún cadáver en los rincones del olvido. La memoria de antaño o la de hoy. La que aspira a poner punto final cuanto antes al renovado afán por desenterrar el recuerdo de tanta fosa común perdida. O el silencio que evita pronunciar el nombre de Angel Berrueta, el panadero asesinado en Iruñea, cuando nos evoca toda la tragedia del 11-M. Y es que algunas muertes son menos que nada. Simplemente pasan.

Imagen: "Punto de retorno" (2000), de Jorge Ignacio Nazaval