La visión de un puñal sumergiéndose en la primera garganta de la Humanidad causó tal impacto en aquella lejana mirada que, desde entonces, se quedó clavada en la retina del inconsciente colectivo, en ese obsesivo recodo de nuestro genoma donde almacenamos los horrores más intensos. Aquel movimiento brusco alrededor del cuello, el helado filo seccionando la carne, el calor de la sangre surgiendo a borbotones, el mudo grito de la víctima, toda aquella sucesión de imágenes que tantas veces iba repetirse a lo largo de la Historia, sobrecogió de tal manera a su testigo original que aquel pavor nos acompaña desde milenios.
Por ello la mera evocación del cuchillo, el machete o la navaja despierta un pánico profundo y ancestral que nunca lograrán alcanzar una pistola o esas asépticas armas inteligentes. Es un espanto mucho más intenso que el temor a la muerte o a la locura. Es el miedo de nosotros mismos, la conciencia de ese abismo que en cualquier momento puede abrirse a nuestros pies y precipitarnos hacia la grotesca impotencia del degollado o la incisiva determinación del verdugo.
Ningún otro miedo es tan fuerte como el que desata el mortífero tajo del acero. Ninguno, menos el hambre. El espanto de ir consumiéndose por dentro, sentir encogidas las entrañas hasta dejarte sin fuerzas, exhausto, sin aliento; sólo piel no apta para la caricia, sólo despojo en agonía. Porque la famélica angustia tiene algo de muerte incompleta, detenida en ese preciso instante en que exhalamos el último aliento. Y ahí nos deja como en una eterna conciencia del fin, sin saber si estamos vivos o muertos hasta que alguien hecha tierra sobre nuestras caras.
En lo que va de año decenas de sindicalistas han sido degollados y apuñalados en Colombia, mientras en las calles Nuakchott, Dakar o Uagadugú desesperadas sombras humanas se revientan contra el asfalto huyendo del hambre. Jean Ziegler, al dejar su cargo en Naciones Unidas y regresar a su oficina en la desesperanza, nos advirtió que las nuevas plagas no vienen de los dioses, sino que surgen de la prometeica maldición de los biocombustibles, los templos del Fondo Monetario Internacional y los nuevos sacerdotes del capitalismo del siglo XXI.
Mientras tanto en Haití sus agotados ciudadanos han convertido las tortas de barro en todo un manjar. Las chabolas de Cité Soleil están viendo como la confección de estas galletas con margarina, sal y arcilla se convierte en un próspero negocio. Quién sabe si en este mismo instante, en algún selecto consejo de administración donde puede que estén sentados José María Aznar, Eduardo Zaplana o David Taguas, se esté valorando muy seriamente invertir en este sector en expansión. Si bien antes, para dar mayor estabilidad al mercado, tal vez sea aconsejable neutralizar a los sindicatos. Aunque sea a cuchilladas.
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