Cuentan de Karol Wojtila que le obsesionaba tanto el destino de su hermana nacida sin vida, que al convertirse en Juan Pablo II hizo de la revisión de las geografías del Más Allá una de sus prioridades teológicas. Fue así como terminó convencido de la inexistencia del Limbo y persuadido de la misericordia divina para con los infantes muertos sin bautizar. Esta tortuosa reflexión le condujo, a la vez, a cuestionar ese carácter físico del Cielo, Infierno y Purgatorio que Dante había legado al imaginario cristiano con tanto detalle.
Tan generosa interpretación de la Otra Vida contrasta con el apego demostrado por Wojtila al dogma, la contrarreforma y el anticomunismo cuando de abordar los asuntos terrenales se trataba. Su sucesor heredaría de él esta línea dura frente a los supuestos pecados del hombre. Pero Joseph Ratzinger, ajeno al drama personal del polaco, no tendrá reparos en proyectar también al Otro Mundo esa actitud intransigente. Por ello, a la primera oportunidad que tuvo, Benedicto XVI nos recordó que el Infierno es algo mucho más tormentoso que esa simple idea metafísica esbozada por su antecesor.
El nuevo pontífice evitó, en cualquier caso, ser más explícito sobre esos reinos de Pedro Botero, tal vez por sus limitaciones imaginativas para anunciar realidades más espeluznantes que las que día a día se viven en Bagdad, Darfur o Kabul. Del mismo modo, tampoco adelantó pistas sobre los goces que aguardan a los elegidos en el Paraíso, aconsejado sin duda por ese afán eclesiástico por reprimir cualquier atisbo de placer que pueda hacer volar las ensoñaciones de los fieles. Pero, con todo, lo que resulta más llamativo fue el total mutismo de Benedicto XVI sobre los perfiles del Purgatorio. Y ello pese a que esa tierra de nadie entre el Cielo y el Infierno por los siglos de los siglos, no sólo es el lugar que mayor número de ánimas podría acoger en los preparativos del Juicio Final, sino que desde hace tiempo se ha convertido en la cotidianidad más parecida a nuestro presente.
En efecto, desde que Francis Fukuyama decretó el fin de la historia y los consejos de administración de las principales corporaciones hicieron suya la propuesta, la mayor parte del planeta se halla sumida en una especia de Purgatorio sin remisión, un devenir en punto muerto del que, según nos advierten, no tenemos escapatoria. No en vano, si antes se presentaba como un tránsito de purificación dolorosa en el camino al Paraíso, hoy se nos aparece como un callejón sin salida cuya única alternativa es el fuego eterno. Nos permiten esquivar el abismo del infierno, es cierto, pero a cambio de renunciar a la más remota esperanza.
Esta condena a perpetua expiación atenaza por igual a hombres y geografías. La deriva que el Líbano vive agravada estos días es, de hecho, una buena muestra de este porvenir prefigurado de parálisis. Abocado al espectro de la guerra, su única alternativa es la Nada. Esa es la decisión última de un Occidente que ha dispuesto que Hizbollah no existe, que es tanto como exigir al País de los Cedros que pierda sus cedros. Una sinrazón digna de menosprecio si no existiera el precedente, hace ahora sesenta años, de decretar la inexistencia de árabes en Palestina hasta desencadenar la Nakba, la catástrofe, evidenciando así las frágiles fronteras que siempre separan a los purgatorios del Infierno.
Una lúgubre perspectiva que incluso se siente en aquellos purgatorios por cuyos ventanales parece percibirse cercano el aroma del Paraíso. Almacenes de almas en pena esperando una incógnita, como en las frías alambradas de Guantánamo donde los condenados visten con mono naranja el púdico hedor de su desesperanza. El espacio indefinido se convierte así en aséptica necrópolis donde almacenar al disidente, real o imaginado, al que se arrebata la certeza última del asesinado hasta dejarlo aterido por su nueva condición de no-vivo. Hibernación del molesto, que Europa, siempre atenta a las tendencias del otro lado del Atlántico, se apresura a reconvertir en salas de espera para esos 8 millones de visitantes con carencias burocráticas donde aguardar el retorno por la vía administrativa a sus infiernos personales.
Una realidad de letargo que termina por adherirse a la geografía íntima de nuestras pieles. Así el purgatorio se transforma en nuestra sombra, helando nuestras reacciones, imposibilitando nuestras respuestas, dejándonos sin estímulos. Hieráticos terminamos aceptando nuestra condición de congelados tras convencernos de que nuestra vida pende de un hilo, como si fuésemos arañas o ahorcados. Eso sí, con la banda sonora de los anuncios televisivos de fondo y los ladridos del cancerbero a lo lejos para recordarnos qué nos aguarda si osamos aflojar el nudo de nuestra soga.
Por todo ello Benedicto XVI evita hablarnos del Purgatorio en sus sermones, porque hacerlo sería tanto como situarnos frente al espejo de nuestras renuncias. Y para ese ejercicio de desnudar los falsos resortes de nuestra resignación es más útil Karl Marx que las Sagradas Escrituras. O ir al teatro. Sentarse en la butaca y dejarse envolver por una poética del purgatorio como la recreada en su obra por el dramaturgo Francisco Zarzoso, que se transforma en El mal de Holanda en toda una radiografía del engaño: purgatorio envuelto con colores del paraíso, pero en cuyo interior se destapa un infierno representado en tres actos. Allí, en la penumbra de la sala, podemos llegar a imaginar cómo no hay infierno ni purgatorio al que no le llegue su telón final, por muy eterno con que se nos imponga.
2 comentarios:
hola José Manuel, sigo con interés todas tus entradas, no me las pierdo.
sólo un comentario, intenta que los numerosos links que pones se abran en una ventana nueva, porque si no se hace difícil leerlos. un saludo y gracias por tu trabajo.
moncadista.org
Buenas tardes José Manuel,
Soy lectora de rebelión desde hace mucho y te descubrí allí , con tu permiso he puesto tu Blog entre los de mis Amigos, supongo que no te importa, para mí es un honor tenerte allí y visitarte en esta tu Bitácora.
Un saludo!
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