lunes, 21 de abril de 2008

Viajeros entre volcanes



Cuando Mary Leakey descubrió el rastro de aquellas pisadas por las volcánicas tierras de Laetoli, en Tanzania, no sólo nos proporcionó la prueba más antigua de la presencia de homínidos erguidos sobre sus dos piernas. El hallazgo de aquellos pasos fosilizados también nos dejó constancia de un primer desplazamiento, un recorrido conservado de apenas metro y medio de distancia -pero trayecto, al fin y al cabo- que demostraba que el hombre, mucho antes de que llegara a ser homo habilis, fue viajero.

Milenios más tarde descubriríamos con Gilgamesh que todo viaje es un desesperado afán por adentrarse en los misterios de la vida. Una travesía a menudo peligrosa en la que es preciso tomar todas las precauciones posibles, como sabiamente aconsejaron al rey de Uruk los sacerdotes cuando iba a emprender su marcha al Bosque de los Cedros junto a su amado amigo Enkidu. Y de entre todos los temores del viajero, el más intenso, sin duda, es el miedo a perderse.

Ulises supo bien a su regreso a Itaca de los sinsabores de vagar sin rumbo, cuando el azar, el capricho de los dioses o el vino tomado a destiempo apartan las naves de la ruta precisa para adentrarlas por la oscuridad de la zozobra. Los griegos, tal vez para conjurar esos miedos, convirtieron aquella deriva en epopeya. Un recurso que, sin embargo, fue poco a poco decayendo conforme las necesidades comerciales o imperiales por alcanzar con certeza el puerto de destino, sustituyeron por el frío pragmatismo cualquier posible inclinación épica que pudiera tener aquel viajero en fase de transición hacia su conversión en viajante o almirante.

No en vano, ya Cristóbal Colón recurrió a los últimos adelantos de su tiempo para emprender el que sería el primer viaje que superaba la lógica de la rapiña de los primitivos vikingos, para concebirse como una gran empresa comercial. Desde entonces, agujas náuticas, astrolabios, cuadrantes, nocturlabios, bitácoras y cartas de navegación han ido marcando nuestras rutas, hasta reducir las posibilidades de extravío a un anecdótico margen de error vía satélite gracias a la moderna tecnología del GPS.

Paralelamente, la obsesión por erradicar lo imprevisible convirtió desde el siglo XIX a los libros de viaje en la antesala ineludible de cualquier incursión por geografías ajenas. En ellos el aspirante a viajero encontrará la información precisa de lo que ver y lo que evitar, los recuerdos más inolvidables que deberá atesorar, las almohadas más cómodas para superar la fatiga y los restaurantes más exquisitos donde saciar el hambre de curiosidades del turista más intrépido.

Todo bajo control, sin riesgo alguno. O al menos, eso es lo que pensábamos. Hasta que un buen día, Thomas Kohnstamm confiesa que jamás visitó los lugares de los que nos habla en la Lonely Planet y los informativos alertan de la presencia de piratas acechando en el Océano Índico. Ese día, mientras la crisis financiera nos hunde en el titubeo económico y vital, volvemos a sentirnos como aquellos lejanos homínidos que hace 3,7 millones de años pasearon por un valle africano: pequeños, perdidos y caminando entre volcanes.
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Imagen: Se permuta (1998) de Franklin Álvarez

domingo, 13 de abril de 2008

La cuadratura del círculo


Un fantasma recorre Europa: el fantasma del desconcierto. La crisis económica en la que poco a poco nos van hundiendo los sub prime, los circuitos financieros y la burbuja inmobiliaria de este cielo cada vez más enladrillado, está terminando por sumirnos en una perplejidad difícil de digerir. Y frente a la desorientación que provoca ver cómo se asemeja nuestro mejor de los mundos posibles a ese corralito argentino de tan nefastos recuerdos, resulta tentador buscar cobijo en aquel sueño alquimista de encontrar esa piedra filosofal capaz de convertir en oro las peores zozobras bursátiles.

La fórmula es aparentemente sencilla. La recordaba hace poco Massimo D’Alema a propósito de los aprietos electorales que estos días acosan a los italianos. El único conjuro viable a estas alturas del partido es: la cuadratura del círculo. La receta resulta fácil de recordar. No en vano se ha convertido en todo un mantra que los gurús surgidos de cualquier máster de Economía de tres al cuarto no dejan de repetir desde hace más de veinte años: la liberalización. El reto está en evitar que salte por los aires la cohesión social... si es posible, claro.

D’Alema, feliz tras haberse liberado del “condicionamiento ideológico” de Fausto Bertinotti, no tiene reparos en reivindicar para su moderno centro-izquierda el monopolio de tan efectivo bálsamo de Fierabrás contra los males económicos. Un ungüento maravilloso que si bien es cierto que agrava “las diferencias sociales”, consigue obrar el milagro que permite olvidarse de tan insignificante contratiempo: logra que los empresarios estén encantados con Walter Veltroni.

Así, superado el lastre de la lucha de clases, el juego se reduce ahora a la pugna despiadada de talantes. Es, sin duda, un campo de batalla donde el ex alcalde de Roma se halla cómodo. No en vano, forma parte de ese selecto club de líderes políticos ungidos con ese carácter de altas miras que tan bien encarna en Madrid José Luis Rodríguez Zapatero. Una coincidencia de aureolas que ha llevado al presidente español a ir en apoyo del romano, al tiempo que afronta su segundo mandato con vocación de gran estadista en tiempos de crisis, o lo que es igual, ingeniero absoluto de la cuadratura del círculo.

En realidad, tampoco le resulta tan caro a Moncloa conservar esos maquillajes socialdemócratas. Poco más de cuatrocientos euros por contribuyente y ya está. El resto de las cuentas deberá ajustarla la calculadora de Pedro Solbes con operaciones aritméticas hechas sobre la base de viejas fórmulas como la moderación salarial. Todo un guiño apaciguador a los empresarios españoles quienes estos días, como si de un aviso a navegantes se tratara, alertaban maliciosamente de que cientos de miles de personas perderán su trabajo en los próximos meses.

Pese a ello, el flamante ministro de Economía insiste día a día en tranquilizar a los escépticos que barruntan la que se avecina. Tal vez Solbes encuentre en el embajador de Estados Unidos en Italia un buen aliado para evitar los nervios traicioneros. Ronald Spogli hace gala de americano impasible y se muestra plenamente tranquilo ante los resultados electorales. A fin de cuentas el diplomático no tiene la menor duda en asegura que Berlusconi y Veltroni son intercambiables. Pues eso: la cuadratura del círculo.

sábado, 5 de abril de 2008

Tánger, siglo XXI


Son muchas las ciudades que arrastran resignadas su nostalgia de lo que nunca fueron. Tánger, sin duda, es una de ellas. Los pasos de Paul Bowles o William S. Borrouhgs son en la actualidad apenas un reclamo turístico cuyo eco se va apagando por entre el bullicio del Zoco Chico, y poco o nada queda ya de aquella ensoñación canalla de Jack Kerouac o Mick Jagger por las callejuelas de una khasba que se eleva serpenteante sobre la colina.

Por no quedar ya no quedan ni tangerinos. Al menos así se lamentan los taxistas más viejos desde su añoranza políglota de aquellos años 40 y 50, cuando la villa se proyectaba en su esplendor de ciudad abierta bajo control internacional. Tánger, espacio de cobijo y acogida, es desde hace tiempo lugar de escapada para sus habitantes, desperdigados hoy en diáspora impersonal por los suburbios de París, Marsella o Madrid. Su ausencia paseando por la playa o viendo morir el tiempo desde las mesas de un café, la ocupan ahora otros exiliados de las montañas, del campo, que ya no atraen la mirada orientalista de ningún Delacroix.

Pero, a pesar de todo, Tánger continúa teniendo una especial atracción para ese peculiar turista que se empeña en disfrazarse de viajero. Tal vez porque, como señala el tópico, todo viaje tiene en el fondo una vertiente inevitable de introspección, de situarse ante el espejo de nosotros mismos aunque sólo sea para tomar la determinación de apartar la mirada. Y pocos escaparates de nuestro lastre europeo se pueden encontrar más privilegiados que esta ciudad africana. Basta con sentarse en la terraza del Café Hafa entre aromas de té con menta y hachís, levantar la mirada y descubrirse al fondo. Allá Europa se nos presenta hecha silueta, nítida unos días o envuelta en brumas en otros, separada tan sólo por una pequeña pero implacable lengua de mar.

El Viejo Continente se descubre así cara a cara con este otro territorio a la deriva que es África. Pero de este encuentro surgen hoy pocas evocadoras imágenes y demasiada desesperanza. La de los cientos de náufragos devorados por el azul siniestro de aquellas aguas. La del vacío sin rumbo de la otra orilla.

Después, con los bolsillos llenos de incertidumbres, el visitante podrá apurar una última copa en el bar del Hotel El Minzah, donde llegará con la certeza de saber que ya no quedan espías entres sus selectas sombras coloniales. Un trago final, a salvo de las restricciones coránicas, que le descubrirá el regusto amargo de constatar que, en realidad, nunca existieron secretos que desvelar.