El ser humano, desde sus más remotos y cuestionables orígenes, ha sentido una atracción –fatal, o no- por la embriaguez. Esa sensación de superar los límites de la conciencia para dejarse llevar por la efusividad más desinhibida o la placidez más pesada, resulta tan seductora que la historia de Occidente ha diseñado los más variados corpiños morales y legales, para preservarnos de la tentación. Restricciones sociales ocultadas, claro está, bajo sanitarias advertencias sobre los peligros de un delirium tremens, o el riesgo de naufragio psíquico que nos amenaza si nos adentramos por los derroteros funestos de un mal viaje.
Y, sin embargo, ese asomarse a los ventanales de la fatalidad es, sin duda, una de las razones por la que nos resulta tan fascinante acercarnos al vértigo de la borrachera. Se trata de un jugar a mirar de reojo la muerte que nos embelesa, no tanto como seres humanos, sino simplemente como seres vivos. De hecho, no son pocos los relatos científicos o imaginados que nos informan de la inclinación de otros animales hacia el consumo de las más variadas sustancias capaces de trastocar los sentidos.
Maurice Maeterlink en su Historia de las hormigas nos descubre cómo algunas especies llegan a crear auténticas granjas de pulgones en los hormigueros para lamer las secreciones de estos diminutos insectos. Una costumbre protoagrícola que, como apunta Antonio Escohotado, difícilmente se entiende sin las peculiaridades psicoactivas de la sustancia liberada y que, en cualquier caso, constituye la forma más elemental de bodega que existe sobre la tierra.
El triángulo formado por las sustancias embriagantes, el hombre y los animales se ha ido convirtiendo así en una constante en la historia de la vida. No en vano, Noé no sólo fue el elegido por Yhavé para salvar del Diluvio a una pareja de animales de cada especie, sino también el descubridor del vino y primer borracho del que nos da cuenta la Biblia.
Pero como en casi todos los triángulos, se trata de una relación con tendencias tortuosas. Higinio Polo, en su último libro, nos recuerda las historias narradas por el viajero británico Norman Lewis sobre la conflictiva convivencia que en Dhurua, al sur de Calcuta, sufren los elefantes y las tribus productoras de alcohol. Allí, los paquidermos acuden en manada a las aldeas atraídos por el olor del licor, para después, borrachos, atacar y destruir las pobres viviendas. Tal es el pánico que provocan estas incursiones que sus habitantes, emulando a las hormigas de Maeterlink, han terminado por enterrar sus depósitos embriagadores.
Uno de los últimos episodios de este trágico desencuentro que la ebriedad provoca entre hombres y animales, se vivió en Vologda en el agosto de 2006. En aquella región rusa, un cansado oso de feria llamado Mitrofan -de carácter dócil y alegre, para quienes le conocieron- perdió la poca ferocidad que le restaba bajo los efectos de un brebaje de wodka y miel. Después la bestia adormecida fue liberada en un bosque a orillas del Mar Negro donde, según testigos, el certero disparo de Juan Carlos de Borbón, en la actualidad rey de España, le arrancó de cuajo la resaca.
Estos días el fatal desenlace del animal ha vuelto a las páginas de los periódicos. El motivo no es otro que la decisión de la Audiencia Nacional de ordenar al juez Fernando Grande-Marlaska que reabra el caso por una viñeta humorística y ciertos comentarios de algún articulista alusivos al incidente, que el tribunal estima atentatorios contra la Monarquía. Es una pena, porque el sacrificio de Mitrofan podría haber constituido una oportunidad de oro para recobrar la armonía de todas las especies en torno a una copa.
Desgraciadamente, las suspicacias del Estado impiden que así sea. Al resto, a la gente de bien, sólo nos queda la obligación moral de mantener viva la historia del malogrado plantígrado. Y de vez en cuando rendir homenaje al animal caído. Si es posible brindando en su memoria con Anís del Mono.
Y, sin embargo, ese asomarse a los ventanales de la fatalidad es, sin duda, una de las razones por la que nos resulta tan fascinante acercarnos al vértigo de la borrachera. Se trata de un jugar a mirar de reojo la muerte que nos embelesa, no tanto como seres humanos, sino simplemente como seres vivos. De hecho, no son pocos los relatos científicos o imaginados que nos informan de la inclinación de otros animales hacia el consumo de las más variadas sustancias capaces de trastocar los sentidos.
Maurice Maeterlink en su Historia de las hormigas nos descubre cómo algunas especies llegan a crear auténticas granjas de pulgones en los hormigueros para lamer las secreciones de estos diminutos insectos. Una costumbre protoagrícola que, como apunta Antonio Escohotado, difícilmente se entiende sin las peculiaridades psicoactivas de la sustancia liberada y que, en cualquier caso, constituye la forma más elemental de bodega que existe sobre la tierra.
El triángulo formado por las sustancias embriagantes, el hombre y los animales se ha ido convirtiendo así en una constante en la historia de la vida. No en vano, Noé no sólo fue el elegido por Yhavé para salvar del Diluvio a una pareja de animales de cada especie, sino también el descubridor del vino y primer borracho del que nos da cuenta la Biblia.
Pero como en casi todos los triángulos, se trata de una relación con tendencias tortuosas. Higinio Polo, en su último libro, nos recuerda las historias narradas por el viajero británico Norman Lewis sobre la conflictiva convivencia que en Dhurua, al sur de Calcuta, sufren los elefantes y las tribus productoras de alcohol. Allí, los paquidermos acuden en manada a las aldeas atraídos por el olor del licor, para después, borrachos, atacar y destruir las pobres viviendas. Tal es el pánico que provocan estas incursiones que sus habitantes, emulando a las hormigas de Maeterlink, han terminado por enterrar sus depósitos embriagadores.
Uno de los últimos episodios de este trágico desencuentro que la ebriedad provoca entre hombres y animales, se vivió en Vologda en el agosto de 2006. En aquella región rusa, un cansado oso de feria llamado Mitrofan -de carácter dócil y alegre, para quienes le conocieron- perdió la poca ferocidad que le restaba bajo los efectos de un brebaje de wodka y miel. Después la bestia adormecida fue liberada en un bosque a orillas del Mar Negro donde, según testigos, el certero disparo de Juan Carlos de Borbón, en la actualidad rey de España, le arrancó de cuajo la resaca.
Estos días el fatal desenlace del animal ha vuelto a las páginas de los periódicos. El motivo no es otro que la decisión de la Audiencia Nacional de ordenar al juez Fernando Grande-Marlaska que reabra el caso por una viñeta humorística y ciertos comentarios de algún articulista alusivos al incidente, que el tribunal estima atentatorios contra la Monarquía. Es una pena, porque el sacrificio de Mitrofan podría haber constituido una oportunidad de oro para recobrar la armonía de todas las especies en torno a una copa.
Desgraciadamente, las suspicacias del Estado impiden que así sea. Al resto, a la gente de bien, sólo nos queda la obligación moral de mantener viva la historia del malogrado plantígrado. Y de vez en cuando rendir homenaje al animal caído. Si es posible brindando en su memoria con Anís del Mono.
6 comentarios:
Buenas tardes José Manuel,
Se me antoja que el pobre oso y quien lo asesinó tienen gustos en común... el primero ha dejado de gozarlos y el segundo sigue y sigue...
Volveré para comentar más cosas, eso me ha venido bien comentarlo ahora ;-)
Un beso.
Cuidado, mi querida Selma, el juez vigila...
!Qué mal pensado eres José Manuel!
;-) me refería a la caza... sólo a eso... ;-)
Un beso.
Bravo, José, por este fantástico texto. Me ha sarancado un par de sonrisas a las nueve de la mañana. Y eso no es poco. Saludos.
Javier, si te ha animado el inicio de la mañana, ya es un buen motivo para haberlo escrito.
Un saludo
No me ha llegado aún la citación para comparecer... ;-P
un beso José Manuel!
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