Ante la disyuntiva de ser el payaso o el director de pista en el gran espectáculo del circo político europeo, Nicolas Sarkozy ha optado sin dudarlo por asumir los dos papeles. Y el de trapecista, domador, prestidigitador y fonambulista si fuera necesario. Porque el nuevo inquilino del Elíseo ha demostrado en su trayectoria pública una profunda vocación de saltimbanqui y contorsionista, capaz de lograr la más estrambótica postura al culminar esa pirueta del más difícil todavía que deja boquiabierta la mirada del público.
El presidente francés sabe que en la política actual mandan los golpes de efecto que rompen la monotonía de los informativos. Con ellos, se asegura sobresalir lo preciso para despuntar sobre quien le rodea o al menos hacerse visible en las fotografías. Como cuando manipuló aquella instantánea en el inicio de la invasión de Iraq, para aparecer más alto junto a George Bush mientras se desmarcaba del vibrante discurso contra la guerra de su compañero de gabinete Dominique de Villepin. Una foto de familia que el presidente galo, con su mirada pícara de Jean Paul Belmondo, reitera estos días entre lágrimas en los ojos por los soldados norteamericanos muertos y redobles de tambores de guerra apuntando a Teherán.
Pero, sin duda, su salto mortal más arriesgado fueron sus provocativas declaraciones como ministro del Interior calificando de racailles, chusma, a los jóvenes de los suburbios que en el otoño de 2005 prendían con el fuego de su desesperanza las calles de París. Todo un guiño de ponderado racismo, una versión de populismo lepeniano con buenos modales dirigida a la pusilánime clase media francesa, a la vez que primera toma de posiciones en la que iba a ser su larga carrera por la sucesión de Jacques Chirac.
Ahora Sarkozy, tras haber equiparado la pobreza y la escoria, se saca de la chistera su particular solución a todos los males: tratar a los pobres como basura, recortándoles las prestaciones sanitarias, endureciéndoles las condiciones de jubilación o aumentándoles la jornada laboral. Y si los trabajadores se echan a la calle siempre queda el recurso de ese artista con tablas que es capaz de asombrar al respetable con un triple mortal sin red.
Entonces Sarkozy proyecta su visión social del estercolero a las relaciones internacionales y descubre así el Chad, un país racaille al que despreciar por la insolencia de encarcelar a unos blancos por el nimio secuestro de un centenar de negritos al que sólo se intentaba dar una vida mejor, poco importa que en contra de su voluntad. Sin duda, un argumento demasiado tentador y televisivo como para no convertirse en protagonista, especialmente si, además, de este modo se eclipsan las posibilidades de que las vinculaciones de su hermano François con el Arca de Zoé se transformen en escándalo.
En cualquier caso, su habilidad de encantador de serpientes es tal que hasta en España no han faltado voces que le reprochen a José Luis Rodríguez Zapatero no haber convertido su Z electoral en la marca del mítico Zorro, y encarnado por un heroico Antonio Banderas haber al menos emulado al francés en las gallardas maneras de afrontar el incidente africano. Otros, los más progresistas, prefieren el referente italiano de Walter Veltroni. A fin de cuentas, los gitanos rumanos, ¿qué son sino racailles?.
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