miércoles, 9 de julio de 2008

El síndrome de Werther


La historia de la censura es en gran medida la historia de sus excusas. El censor acostumbra a engalanar su mordaza con las guirnaldas del bien común, el orden natural de las cosas o la salvación del alma. De este modo, como el torturador, encuentra justificación y recompensa para sus acciones en la benévola mirada del rey o del sacerdote. En este sentido, pocas excusas han resultado tan hermosas para el inquisidor, como las facilitadas por Johann Wolfgang von Goethe para ocultarnos la muerte.

El síndrome Werther, ese temor a la imitación del gesto suicida si su existencia es nombrada, ha terminado convirtiéndose en la más bella mentira que nos impide desviar la mirada hacía ese lado sucio de una vida que acostumbra a presentarse como el vistoso escaparate de un gran centro comercial. Una realidad que se concibe perfecta, como si fuera una esas imágenes a todo color de las postales turísticas, que estas muertes desesperadas, con su presencia, se empeñan en estropear.

Bien lo saben en San Francisco, donde hartos de que la silueta del Golden Gate se haya convertido en la puerta predilecta para adentrarse en la muerte, ya no saben cómo evitar que el mítico puente continúe siendo todo un trampolín hacía el punto final. Al menos, sin desmerecer los valores arquitectónicos del monumento tantas veces inmortalizado.

Y mientras los ingenieros descubren la red salvasuicidas, siempre queda el recurso del disimulo. La tragedia es transformada así en mera estadística, cuantificación científica de la Organización Mundial de la Salud: cada año un millón de personas se arranca la vida en el mundo. Sólo en China 250.000 individuos humanos exhalan su último aliento voluntario cada serie de doce meses; en la India la cifra supera los 110.000 ejemplares de hombre y mujer. Es la otra cara del milagro económico: la ansiedad, el estrés, el fantasma del fracaso, la soledad. Todo bien distribuido en tablas numéricas, para que no se vea nada.

La figura delicada del joven romántico se desvanece así muy pronto en las autopsias e informes policiales. De hecho, pocas veces o nunca el bisturí del forense, o del sociólogo, tropieza con el espíritu del personaje de Goethe. Tampoco en España, donde desde los años 80 del siglo pasado –aquella década prodigiosa que fusionó la Movida y la reconversión industrial– se han duplicado estas renuncias a la vida. En la actualidad superaran las 3.500 muertes cada año.

Un número demasiado elevado como para pasar desapercibido sin despertar interrogantes. Por eso, las autoridades ni siquiera se atreven a disimularlo entre tablas estadísticas. Directamente, lo eliminan. Así lo ha decidido el Instituto Nacional de Estadística. A partir de ahora, las cifras oficiales catalogarán a los suicidas españoles dentro del apartado de Defunción por causa de Muerte. Al resto de los mortales, provisionalmente, nos archivarán en la subcarpeta de difuntos por causa de vida. Por lo menos, hasta que nos llame la parca.