domingo, 29 de junio de 2008

De animales, tragos y estragos


El ser humano, desde sus más remotos y cuestionables orígenes, ha sentido una atracción –fatal, o no- por la embriaguez. Esa sensación de superar los límites de la conciencia para dejarse llevar por la efusividad más desinhibida o la placidez más pesada, resulta tan seductora que la historia de Occidente ha diseñado los más variados corpiños morales y legales, para preservarnos de la tentación. Restricciones sociales ocultadas, claro está, bajo sanitarias advertencias sobre los peligros de un delirium tremens, o el riesgo de naufragio psíquico que nos amenaza si nos adentramos por los derroteros funestos de un mal viaje.

Y, sin embargo, ese asomarse a los ventanales de la fatalidad es, sin duda, una de las razones por la que nos resulta tan fascinante acercarnos al vértigo de la borrachera. Se trata de un jugar a mirar de reojo la muerte que nos embelesa, no tanto como seres humanos, sino simplemente como seres vivos. De hecho, no son pocos los relatos científicos o imaginados que nos informan de la inclinación de otros animales hacia el consumo de las más variadas sustancias capaces de trastocar los sentidos.

Maurice Maeterlink en su Historia de las hormigas nos descubre cómo algunas especies llegan a crear auténticas granjas de pulgones en los hormigueros para lamer las secreciones de estos diminutos insectos. Una costumbre protoagrícola que, como apunta Antonio Escohotado, difícilmente se entiende sin las peculiaridades psicoactivas de la sustancia liberada y que, en cualquier caso, constituye la forma más elemental de bodega que existe sobre la tierra.

El triángulo formado por las sustancias embriagantes, el hombre y los animales se ha ido convirtiendo así en una constante en la historia de la vida. No en vano, Noé no sólo fue el elegido por Yhavé para salvar del Diluvio a una pareja de animales de cada especie, sino también el descubridor del vino y primer borracho del que nos da cuenta la Biblia.

Pero como en casi todos los triángulos, se trata de una relación con tendencias tortuosas. Higinio Polo, en su último libro, nos recuerda las historias narradas por el viajero británico Norman Lewis sobre la conflictiva convivencia que en Dhurua, al sur de Calcuta, sufren los elefantes y las tribus productoras de alcohol. Allí, los paquidermos acuden en manada a las aldeas atraídos por el olor del licor, para después, borrachos, atacar y destruir las pobres viviendas. Tal es el pánico que provocan estas incursiones que sus habitantes, emulando a las hormigas de Maeterlink, han terminado por enterrar sus depósitos embriagadores.

Uno de los últimos episodios de este trágico desencuentro que la ebriedad provoca entre hombres y animales, se vivió en Vologda en el agosto de 2006. En aquella región rusa, un cansado oso de feria llamado Mitrofan -de carácter dócil y alegre, para quienes le conocieron- perdió la poca ferocidad que le restaba bajo los efectos de un brebaje de wodka y miel. Después la bestia adormecida fue liberada en un bosque a orillas del Mar Negro donde, según testigos, el certero disparo de Juan Carlos de Borbón, en la actualidad rey de España, le arrancó de cuajo la resaca.

Estos días el fatal desenlace del animal ha vuelto a las páginas de los periódicos. El motivo no es otro que la decisión de la Audiencia Nacional de ordenar al juez Fernando Grande-Marlaska que reabra el caso por una viñeta humorística y ciertos comentarios de algún articulista alusivos al incidente, que el tribunal estima atentatorios contra la Monarquía. Es una pena, porque el sacrificio de Mitrofan podría haber constituido una oportunidad de oro para recobrar la armonía de todas las especies en torno a una copa.

Desgraciadamente, las suspicacias del Estado impiden que así sea. Al resto, a la gente de bien, sólo nos queda la obligación moral de mantener viva la historia del malogrado plantígrado. Y de vez en cuando rendir homenaje al animal caído. Si es posible brindando en su memoria con Anís del Mono.

miércoles, 18 de junio de 2008

Por una huelga de almas caídas


El tesón con que José Luis Rodríguez Zapatero se entrega a los malabarismos lingüísticos para evitar el uso del término crisis, es tan tozudo como inútil. El presidente, sin duda, aspira a que los españoles no nos dejemos llevar por el desasosiego, tratando de evitar, de paso, que la recesión económica impacte de lleno en su valoración demoscópica. Pero se olvida de que las mayores zozobras no anidan en el ánimo de los españoles, sino que están bien amarradas a sus bolsillos, donde los incrementos de las hipotecas, la subida de los alimentos y el alza de los carburantes llevan tiempo haciendo estragos tras la alegría derrochadora de nuevo rico que venían viviendo en los últimos años.

La reciente huelga de camioneros nos ha devuelto la consciencia de que la vida no es un capítulo de Betty la fea, sino una realidad más compleja, contradictoria y conflictiva de lo que nos venían anunciando los informativos. Y lo peor aún está por llegar. Porque encauzado el paro de los transportadores de mercancías, ahora le toca el turno a los transportadores de almas. El conflicto que ha estallado entre los trabajadores de las funerarias de Madrid, evidencia así el alcance real y profundo de una crisis donde ya, ni siquiera, parece quedarnos el consuelo de descanso eterno.

De hecho, las recetas que desde el Gobierno y la Unión Europea se proponen están haciendo removerse de sus tumbas a Carlos Marx, Bakunin y todos los mártires de Chicago. Y no es para menos teniendo en cuenta que el neoliberalismo lleva años empeñado en convencernos de que el camino de la modernidad pasa irremediablemente por el retorno al siglo XIX. No sorprenden pues recetas como la jornada laboral de 62 horas con la que estos nuevos flautistas de Hamelin con oficina en Bruselas, pretenden salvarnos de la pereza generada por un estado del bienestar que en España nunca vimos. Por no hablar, claro, de ese ungüento maravilloso descubierto hace años por la patronal para curar todos los males de la economía: la flexibilidad laboral, un abaratamiento de los despidos del que ya vuelven a hablar los empresarios ante el primer rumor de una mesa negociadora.

En cualquier caso, todo ello no hace más que confirmar el viejo refrán del río revuelto y las ganancias pescadoras. Porque sólo las turbulentas aguas de la economía y la política europea, permiten sin el menor sonrojo hacer una cosa y su contraria a mayor gloria de tecnócratas y santones de la economía. Así mientras los expertos estiman necesaria la aportación de los emigrantes para garantizar los servicios públicos y las jubilaciones, el Banco de España, además de insistir en la inevitable fórmula de la moderación salarial, nos recomienda que trabajemos más años para poder cobrar una pensión. Para ello, en lógica consonancia, los europarlamentarios aprueban la nueva directiva que permitirá encarcelar y deportar emigrantes, sin tener en cuenta tan siquiera las buenas maneras que pedían algunos socialdemócratas.

Ante este panorama, no sé cómo aún hay quien se sorprende del rechazo al Tratado de Lisboa en el reciente referéndum de Irlanda. También por aquí votaría en contra más de uno, si no fuera porque el Gobierno ha decidido, por nuestro bien, no convocar ninguna consulta. En fin, así las cosas creo que habrá que empezar a pensar en qué hacemos. Yo por mi parte, mostrando mi solidaridad con los funerarios madrileños, abogo por una huelga de almas caídas. Una huelga indefinida y sin servicios mínimos. Sin descartar, incluso, que si las condiciones no mejoran tengamos que convertirla en eterna.

jueves, 12 de junio de 2008

Las anécdotas y los crímenes


Ryszard Kapuściński supo convertir en virtud la necesidad periodística de indagar en los imponderabilia. Para el maestro, todos esos diminutos gestos, aburridas rutinas y monótonos sonidos que envuelven lo cotidiano, componen buena parte de este universo complejo que llamamos realidad. Por ello, siempre aconsejaba poner atención al más mínimo cambio, por anecdótico que pareciera, ya que éste podría ser el detonante o el augurio de la más profunda revolución. Kapuściński compartía, de este modo, la misma intuición analítica que Agatha Cristhie o Dashiell Hammett, en cuyos relatos logramos aprender cómo detrás del más intrascendente detalle suele esconderse, casi siempre, la verdadera clave del crimen.

Las páginas impresas de los diarios -y ahora también las frías pantallas de los ordenadores- son, desde su pretensión de espejos de una supuesta realidad, cobijos idóneos para este tipo de insignificancias que sin embargo parecen esconder la solución de algún enigma. No he podido dejar de pensar en ello mientras estos días leía la noticia de la detención en Holanda del joven paquistaní Aqueel Ur Rehman Abbassi, acusado de pertenecer a una supuesta célula islamista, desarticulada en enero por la policía cuando, según un delator, estaba a punto de inmolarse con una bomba en el metro de Barcelona.

En cualquier caso, más que los preparativos del atentado, lo que atrajo mi atención fue el comportamiento burocrático de este estudiante de Comercio Internacional en la Universidad de Breda, que llegó al Barrio del Raval con la presunta vocación de convertirse en un asesino suicida. Ajeno a los más básicos consejos de clandestinidad, Abbassi, que se preparaba para morir en unas semanas, parece dedicar sus presentidos últimos días en rellenar los más variados impresos administrativos: se inscribió en el padrón municipal, se sacó el carnet de la biblioteca pública de Sant Pau i Santa Creu y, lo que resulta más fascinante, solicitó ser admitido en el Servei Català de Salut.

Es cuanto menos llamativa esta preocupación por la salud en un hombre que se prepara para destrozar su cuerpo. Tal vez detrás de este afán preventivo esté el temor ante un imprevisto e impertinente catarro que le impidiera alcanzar el camino del martirio.O simplemente respondía a la más incontrolada hipocondría. Sea lo que fuera, esperemos que el próximo juicio ayude a desvelar el misterio. Porque, obviamente, Abbassi nunca llegó a inmolarse. Ni en Barcelona, ni en Alemania, donde los servicios de información apuntaban que iba a cometer otra masacre. Al final, el joven paquistaní regresó a Holanda donde fue detenido, declarado persona non grata tras no encontrar ningún cargo contra él, e internado en un centro de extranjería en Vught. Allí llevaba meses esperando su deportación hasta que ahora, de nuevo, ha sido detenido a petición del juez Ismael Moreno que reclama su extradición por su participación en la supuesta conspiración del Raval.

Pero las anécdotas, los pequeños detalles que insisten en destacar en esta historia, no se reducen en este caso a los avatares administrativos de Aqueel Ur Rehman Abbassi. Existen otras insignificancias que se empeñan en llamar la atención mientras se repasa lo publicado aquellos días. Destaca, por ejemplo, el mecánico trabajo realizado por el periodista de El País que tuvo que editar el teletipo de agencia sobre el auto de procesamiento a los 11 detenidos. Especialmente curiosa es su freudiana elección del lugar donde estampar las comillas, ese recurso gráfico con el que el redactor acentúa la veracidad de unas palabras extraídas directamente de la realidad, y por lo tanto destacables del resto de su relato.

El anónimo periodista utilizará las comillas para describir la corriente religiosa a la que pertenecen los inculpados, el Tablighi Jamaat. En realidad, poco nos dice de esta tendencia islámica, de fuerte vocación proselitista, fundado en 1927 por el maestro sufí Maulana Muhammad Ilyas Kandhalawi en Mewart, una provincia india cerca de Delhi. El redactor sólo informa de que se trata de una “versión rigurosa” del Islam que justifica el uso “indiscriminado” de la violencia, remarcando con las comillas el pavor de un lector anónimo que de repente se descubre víctima potencial de unos fanáticos. Un pánico que se verá acrecentado con la ambigua redacción del párrafo siguente, donde al describir las características del explosivo que se iba a utilizar cita textualmente del auto judicial la expresión: “con garantías de causar estragos”, pero deja fuera del entrecomillado la negación, precisamente, de esa posibilidad.

Resulta curiosa esa aleatoria distribución de comillas. Sobre todo en las referencias a el Tablighi ya que unas semanas antes, este mismo diario publicaba un artículo de Fernando Reinares, director del Programa sobre Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos, en la que, pese a reconocer proximidades con grupos armados, señalaba que los miembros de esta corriente “no abogan por el uso de la violencia”. La aparente contradicción se desvanece cuando acudimos al teletipo de Europa Press que originó la información sobre el auto judicial publicada por El País. Así descubrimos que esa tendencia violenta de Tablighi es producto del nuevo arte que el periodismo ha encontrado en las nuevas tecnologías: el cortar y pegar. Al borrar parte del texto original del teletipo, el redactor achaca a todo el grupo religioso lo que, según el juez, responde a una estructura que ha derivado hacia formas más radicales. Y lo mismo ocurre con el material explosivo que, según el auto, “carecía de suficiente potencia destructiva”.

Ignoro si estos cambios son producto de la inexperta mano de uno de esos becarios en prácticas que tanto abundan en esta profesión tan precaria. O tal vez del exceso de celo de un veterano redactor interesado en poner algo más de picante a la fría información judicial. Me resisto a pensar que detrás exista una intención manipuladora. Prefiero creer que, como la preocupación por la salud de Aqueel Ur Rehman Abbassi, sólo se trata de una anécdota. Una más. Ahora quedaría por descubrir en cuál de todos estos insignificantes detalles se esconde la auténtica clave de algún crimen.