viernes, 14 de marzo de 2008

Izquierda Unida contra Arquímedes

Es cuanto menos llamativa la facilidad con que durante estos últimos días, la más ortodoxa gauche divine ha sabido sustituir el materialismo histórico por los principios pitagóricos. El desmerengamiento-que diría Fidel Castro- sufrido por Izquierda Unida en las elecciones del pasado domingo ha hecho que más de una calculadora tirase humo esta semana buscando el consuelo matemático en una ley d’Hondt que se presenta más implacable para los diputados izquierdistas que la brigada político-social de Franco.

Pero ésta no es la única aflicción numérica que desazona a las fuerzas del progreso. El otro gran enigma matemático que amenaza con inmovilizar a la progresía española es la teoría del Arquímedes. Se trata de ese extraño e implacable fenómeno por el cual las aguas izquierdistas se ven desplazadas por la irrupción del cuerpo felipista o zapateristas de turno, que aprovecha su líquido elemento para elevarse en cada contienda electoral en la que el voto útil llama a rebato.

Poco se puede decir del primero de estos desvelos aritméticos. Tan sólo sorprende cómo no pocos militantes y teóricos parecen haber recibido su impacto con la misma inesperada fe con que Pablo de Tarso aceptó su conversión. Si aquel tuvo que caer de su caballo –según noticias no confirmadas, todo sea dicho- para aceptar la llamada de Dios, otros han tenido que caer del grupo parlamentario para descubrir las perversiones de una ley electoral que está vigente más de treinta años.

Más calado tiene el impacto del principio descubierto por el sabio de Siracusa en los avatares de la izquierda española. Y es que desde que Felipe González impidió a Santiago Carrillo convertirse en el Enrico Berlinguer que liderase la descomposición de la izquierda, las relaciones con el socialiberalismo postmoderno han marcado los amores y odios de la siniestra. Así, no pocos han optado en los últimos tiempos por pasarse con armas y bagajes a la pretendida casa común como Diego López Garrido, o incluso al universo de papel cuché de Anita Obregón como Cristina Almeida.

Gaspar Llamazares optó –al menos por el momento- por la fórmula intermedia. Frente al quijotesco ZP, él representaría el papel del pragmático escudero, compañero de viaje leal que finalmente vería recompensada su entrega si no con una ínsula, al menos con un ministerio. Desgraciadamente, cuando dejó el cobijo virtual de Second Life, el asturiano descubrió que su organización se encontraba “sola, fané y descangallada” que diría el tango de Discépolo.

Por el contrario, otros afrontan la maldición arquimediana con la determinación del campesino frente a la sequía: sacando al santo a pasear. La supuesta coherencia ideológica se exhibe así a golpe de hoz y martillo, reivindicando una pretendida especificidad política que a menudo es mera retórica y, en ocasiones, simple reparto de cargos y anhelo por llegar a fin de mes con el acta de diputado, concejal o liberado sindical. Algo que explica la facilidad con que muchos militantes comunistas acaban en los brazos del PSOE o lo pronto que se olvidan aquellos abrazos peligrosos de algún secretario general del Partido a su homónimo socialista en plena campaña.

Con todo, lo más preocupante es que absortos entre cálculos y logaritmos se acabe olvidando el materialismo histórico. O lo que es lo mismo, esa imbricación crítica en una sociedad cada vez más desarticulada y vulnerable a fuerza de recibir golpes de ese neoliberalismo beato y cuartelario de los populares, o aquel otro con el rostro amable de ZP. Por eso es urgente recuperar a Marx, a Karl y a Groucho, a los dos, para que la próxima crisis financiera nos pille, al menos, confesados. Y salir a pasear por las calles, aunque eso nos deje sin un diputado.

sábado, 8 de marzo de 2008

Desde la angustia

España, 8 de marzo. Hoy, víspera de elecciones generales, es jornada de reflexión. Y sin embargo, resulta difícil pensar con tres disparos en el cerebro.

Las detonaciones que ayer segaron la vida en Mondragón de Isaías Carrasco retumban hoy entre las fauces de la bestia. Ayer unos salvapatrias arrojaron sus esputos de plomo con la pretenciosa vocación de promover el diálogo de las bocas partidas. Hoy otros salvapatrias nos recordarán de nuevo el añejo discurso del “no hay descanso contra la hidra” y lanzarán sus índices temblorosos contra quien ose cuestionar la cárcel y el silencio

Pero entre ese retumbar de ecos en la caverna, sólo una certeza: Isaías quedó tendido en el suelo, como un simple cuerpo descoyuntado cubierto de sangre y vergüenza. Los salvapatrias podrán ahora escuchar complacientes sus discursos retroalimentados, entregarse al onanismo mental de las grandes palabras.

Y mañana otra voz podrá ser amordaza, otro pensamiento prohibido, otro disparo esparcirá la nada. El tiovivo macabro sigue así su rueda. Por eso hoy, 8 de marzo, en España es imprescindible la reflexión. Mucho más, incluso, que ir a votar mañana.

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Imagen: Comiendo cuchillo de Juan Roberto Diago

martes, 4 de marzo de 2008

Otra crónica para otra muerte anunciada


Ingrid Betancourt debe morir. Así lo decidió Álvaro Uribe cuando ordenó la masacre de la selva de Sucumbíos. La bomba que destrozó el aliento de Raul Reyes incluía en su onda expansiva la sentencia última para la quebradiza mujer. Los cuerpos desgarrados de los guerrilleros, sorprendidos mientras dormían, tiroteados por la espalda, marcan así otra crónica de una de tantas muertes anunciadas en la cotidiana agonía de Colombia.

Ingrid Betancourt debe morir porque así lo marca el guión. El relato está ya escrito y los grandes editorialistas del Grupo Prisa no tienen previsto otro final. La muerte es una opción dulce. Las palabras que la frágil cautiva envía a su esposo retumban en nuestra cabeza como el seco repicar de campanas llamando a difuntos. Ya sólo falta la catarsis última, la tragedia presentida por los lectores hecha realidad.

La muerte es una opción dulce. Pero para Uribe la muerte es, por encima de los adjetivos, simplemente eso: una opción. Una posibilidad más en el frío cálculo político a la que se puede recurrir impunemente, consciente de pertenecer a ese selecto grupo de los asesinos consentidos cuyo liderazgo se regodea en asumir, en competida pugna con el primer ministro israelí Ehud Olmert.

La muerte, convertida en baza política, lleva así inevitablemente a lo irremediable. Ingrid Betancourt debe morir para echar al traste la más mínima esperanza para el castigado pueblo colombiano. Un objetivo que el presidente perseguirá con el mismo empecinado empeño con que hasta ahora ha intentado hacer fracasar cualquier proceso de liberación.

Uribe considera la muerte un simple as bajo la manga en la partida de las geoestrategias. Y no duda en jugarla fiel a su nuevo papel de mamporrero de Washington encargado gustoso de concebir desestabilizaciones contra una revolución como la venezolana -tan peligrosa por acatar la voz de sus ciudadanos-, o de llenar de escollos las turbulentas aguas por las que intenta navegar con rumbo propio Ecuador.

Por todo ello, Alvaro Uribe ha decidido que Ingrid Betancourt debe morir. Mientras, al otro lado del Atlántico los consejos de administración de algunas corporaciones hacen sus cálculos de beneficios. Y el Gobierno y el Rey de España permanecen mudos, plácidamente, sin necesidad siquiera de que alguien les mande callar.

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Imagen creada por José M. Costa