Cautivo y desarmado el ejército rojo del pensamiento, hace tiempo que nos quedamos sin herramientas para descifrar quién es el culpable de tanto desmán. Enterrada antes de hora la lucha de clases, las insatisfacciones y desdichas acaban siendo responsabilidad de nuestras propias frustraciones. Y frente a ellas sólo tenemos el recurso de la píldora anti-ansiolítica, la sesión de risoterapia, o el bisturí estéticista que nos devuelva la autoestima arrebatada, no por un capitalismo avaricioso de nuestras plusvalías, sino por ese michelín insolente que se empeña en recordarnos su flacidez cada mañana.
Encadenados, así, a un mundo de (i)responsabilidades difusas e impersonales, la búsqueda de un absoluto incuestionable que nos de una respuesta a todo, es otro camino hábilmente potenciado para hacernos esquivar el feo vicio del análisis crítico. Aquí las teorías del complot encuentran su hábitat natural, con una larga historia que abarca desde la famosa conspiración judeomasónica del extinto caudillo por la gracia de Dios, al asesinato de Kennedy, pasando, como no, por el Eje del Mal de Al Qaeda, los etarras de Mariano Rajoy o Fu Manchú.
Frente a este frenesí que nos conduce indiferentemente de la depresión bipolar a la esquizofrenia colectiva, escuchar de vez en cuando voces clamando por la cordura es siempre de agradecer en este desierto de incertidumbres. Una de las más recientes es la de Lars Von Trier y su última película El jefe de todo esto. Con su personal Dogma antidogmático, el cineasta danés hace honor a la tradición de sus padres –comunistas y nudistas- y nos desnuda ante la pantalla el cínico comportamiento de este capitalismo de ficción que diría Vicente Verdú, que ha hecho de la invención de un responsable último irreal y de la creación de unos redes afectivas y amables dentro del sistema, su herramienta de control más implacable, capaz de fagocitar hasta los más críticos a cambio de un segundo de gloria.
Allá por los años 20, Sergei Einsenstein trabajaba con llevar a la pantalla grande una película que plasmara El Capital del Karl Marx. Casi un siglo después, el cineasta nórdico casi lo consigue, desentrañando las entrañas del sistema con su peculiar fusión entre el materialismo dialéctico y la comedia clásica. El resultado es demoledor. Aunque, si la visión del filme no nos ayuda a orientarnos en nuestras vidas, tampoco está de más la fórmula que me recomendaba un veterano periodista madrileño al calor de unos vinos: “Todo lo que vaya en contra del Estado, la patronal, el clero y el ejercito es bueno”. Pues eso, al fin y al cabo, para la risoterapia siempre estamos a tiempo.
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