Lo peor de los paraísos no son las serpientes tentadoras que pueblan sus rincones. Lo peor que tienen estas idílicas geografías, son sus querubines de espadas flamígeras acechando en las fronteras para impedirnos el paso.
Jehová puso los primeros de estos inmisericordes ángeles guardianes al Este del Edén, allá por donde el Tigris y el Eufratres afrontaban sus últimos tramos por aquel jardín de extensos palmerales, del que fueran expulsados Adán y Eva por atreverse a pensar y desear. Y, sin duda, la eficacia en cerrarnos el retorno a tan añorado paisaje ha sido tal que sus últimos descendientes —inmortalizados fotográficamente en las Azores— optaron por negarnos definitivamente el acceso, por el resolutivo medio de convertir el paraíso en un infierno.
Jehová puso los primeros de estos inmisericordes ángeles guardianes al Este del Edén, allá por donde el Tigris y el Eufratres afrontaban sus últimos tramos por aquel jardín de extensos palmerales, del que fueran expulsados Adán y Eva por atreverse a pensar y desear. Y, sin duda, la eficacia en cerrarnos el retorno a tan añorado paisaje ha sido tal que sus últimos descendientes —inmortalizados fotográficamente en las Azores— optaron por negarnos definitivamente el acceso, por el resolutivo medio de convertir el paraíso en un infierno.
De este modo, si tenemos alguna certeza desde aquellos lejanos tiempos bíblicos, es nuestra constatación de hallarnos perpetuamente condenados a vivir a este lado del paraíso. Y desde entonces, anhelamos encontrar esa ruta secreta que nos acerque hasta la otra orilla añorada, en brazos de un vuelo charter o a lomos de algún cayuco, esquivando la mirada incisiva del ángel sangriento, sorteando los ágiles embistes de su espada llameante.
Aunque, en ocasiones, las heridas sufridas en los anteriores intentos nos inmovilizan durantes siglos de desesperanza, sin dejarnos más fuerza que el recuerdo de las viejas historias de quienes, antes que nosotros, se atrevieron un día a alcanzar la tierra que un dios nos prohibió.
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