Valencia es la tierra de las flores, de la luz y del amor. A partir de ahora, también es, junto con Madrid, la gran despensa de votos del PP. La foto fija de la noche electoral en la sede socialista en la calle Blanquerías, o en el Hotel Hesperia donde EU y Bloc esperaban celebrar su condición de llave del cambio, dejaba lugar a pocas dudas.
Sólo algunos semblantes contrastaban entre aquella galería de rostros desencajados: Enric Morera que observaba como la aritmética del desastre le convertían un cero por cero en dos diputados, y Carmen Alborch que después de que la apisonadora de Rita Barberá le dejase hecho unos zorros sus expectativas con diseño de Montesinos, continuaba, como siempre, sonriendo. Por el contrario, en Ignasi Pla, Glòria Marcos o Amadeo Sanchis, ni siquiera existía perplejidad. Presentaban más bien esa mirada perdida del boxeador, que tras sufrir en su rostro el castigo de una serie alternada de crochets de derecha e izquierda, siente como estalla su mentón por el impacto de un gancho y le parece estar bailando en el vacío durante ese eterno instante previo a su precipitarse sobre la lona.
Y después se hizo el silencio, mientras que afuera la música del tiovivo popular continuaba marcando sus estridentes compases de Copa América o nuevas partituras automovilísticas recreadas por Bernie Ecclestone. Un hedonismo vacío, envidiado por una izquierda realista que sólo tenía para ofrecer la diversión de una geganta de cartón piedra, y criticado por una siniestra idealista, empeñada en aguar la fiesta a los invitados en nombre de un difuso y sostenible sentido común.
Porque desde que el social-liberal Carlos Solchaga concentrara, allá por los años 80, toda la sapiencia de la nueva economía en su célebre soflama “enriqueceos”, y la posmodernidad convirtiera la cultura crítica en mera lentejuela, el respetable público está para pocos espectáculos reflexivos. El debate político se reduce así a lo básico: la izquierda que nos quitó el agua del Ebro y pretende dejarnos hasta sin “Aquí hay tomate”. O lo que es peor, los radicales trasnochados que amenazan con dejar sin recalificar el huerto del abuelo, PAI intuido con el que pagar la hipoteca del adosado o ese flamante BMW con el que llevar a los niños al colegio concertado.
Hasta el cambio climático parece conjurarse en beneficio de este Levante, por fin, eternamente feliz, transformando las estaciones en un perpetuo verano para mayor intensidad de esa luz tan alababa, junto al amor, por el célebre pasodoble. En cuanto al tercer vértice del trípode sobre el que se asientan las esencias valencianas, las flores, nada mejor que un poco de cuidado diario para lucir radiante a los ojos del jardinero más exigente. Ya se encargó de recordarlo el exultante Carlos Fabra tras conocer el recuento de papeletas: “cuanta más mierda nos echen, más crecemos”, dejando así constancia de sus amplios conocimientos sobre los asuntos del estiércol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario