La sonrisa, ese leve arqueo de la boca capaz de transmitir una sensación gratificante a quien lo percibe, se ha convertido, sin duda, en uno de los elementos más importantes para cualquier campaña electoral que se precie. Desde carteles y vallas publicitarias, las dentaduras blancas y brillantes de los candidatos, delicadamente retocadas por los responsables de imagen, nos asaltan por las esquinas para augurarnos la plácida felicidad que nos aguarda si con nuestra papeleta logramos auparles hasta la cima de un cargo público.
De este modo, la sonrisa se convierte en ariete amable del debate político, pieza esencial dentro de esa dialéctica afectuosa de imágenes que caracteriza la pugna mediática entre los dos grandes partidos por conquistar ese amórfico y supuestamente decisivo voto centrista. La lucha de clase se transforma así en una suerte de lucha de muecas, de la que, hasta la fecha, han sabido salir airosos por estas tierras valencianas los aspirantes más conservadores.
Porque, indiscutiblemente, la derecha ha sabido sonreír mucho mejor que sus contrincantes durante todos estos años. Y si ataño fue el toque bronceado y pícaro de Eduardo Zaplana, aprendido de su maestro Julio Iglesias, el que encandiló al electorado, ahora, tras la visita de Joseph Ratzinger, los aspirantes del PP confían en repetir triunfo poniendo el acento familiar en ese ponderado rictus alegre y amable. No en vano, observando sus caras fotografiadas se tiene la sensación de que todos esos felices momentos familiares, esas decenas de bodas, bautizos y comuniones vividas con su inevitable fotografía, no han sido para el candidato conservador más que capítulos de un largo entrenamiento que culminó en ese definitivo posado para el cartel electoral.
Por eso nos resulta difícil no encontrar en un rostro como el de Francisco Camps, el reflejo de aquel tío con quien acabábamos enfrascados en inocentes juegos de cartas las lejanas sobremesas de Navidad; igual que intuimos en el semblante de Rita Barberá, la rememoranza de aquella peculiar tía–abuela que nos preparaba unas sabrosas torrijas, con doble ración de azúcar y canela, con las que se hacía perdonar su soltera extravagancia.
Todo es perfecto en esas grandes sonrisas de centro derecha. El gesto de los candidatos nos deja entrever sus dientes incisivos por entre unos labios entornados, ligeramente, sólo lo justo para no poner excesivamente al descubierto unos caninos que pudieran amedrentar, hacer temer a quien los mira que detrás de esos colmillos pudiese existir un desmesurado afán por hincarle el diente privatizador a los servicios públicos, a algún negocio urbanístico o, directamente, a las arcas de la administración.
Por el contrario, en la orilla progresista del mar indefinido del centrismo, no parecen terminar de encontrar la medida al difícil arte de la sonrisa democrática. Joan Ignasi Pla, por ejemplo, se dirige desde los carteles a su potencial votante con una sonrisa apretada de labios cerrados. Gesto forzado y desconcertante para quien lo contempla, incapaz de descifrar si el mohín del candidato es debido a un exceso de pudor, herencia de una lejana austeridad izquierdista, o a un desesperado intento por ocultar algún resquicio de halitosis política. En suma, una ocultación bucal difícil de interpretar en alguien que, por otro lado, se afana en prometer prótesis dentales gratuitas en sus mensajes radiofónicos.
Frente al acomplejado gesto de Pla, Carmen Alborch se convierte en la sonrisa desbordada del socialismo valenciano. La ex ministra de cultura apuesta por la alegría como bandera. Es la política hecha verbena. La alternativa a la casta y familiar Valencia de los populares se convierte para Alborch en un Cap i Casal hecho espectáculo, con giganta, cabezudos y merchandising diseñados por Javier Mariscal y Francis Montesinos. Una fiesta de colores a la que resulte tentador acercarse, aun a sabiendas de que al día siguiente sólo nos quedará el decepcionante dolor de cabeza de la resaca.
Por ello, ante este panorama de labios amables, uno agradece la actitud de Glòria Marcos, su renuncia a la sonrisa dental del buen candidato. Porque aunque los pactos con Enric Morera le hayan obligado a un peinado que poco le favorece, la cabeza de cartel del Compromís prefiere desde su fotografía callejera dirigirse al transeúnte/ciudadano, no con la ensayada expresión de forzada simpatía en los labios, sino con la firmeza de su mirada. Encaramada en las paredes la coordinadora de EU parece buscar por las acera el guiño anónimo de algún vistazo cómplice en hacer posible un cambio. Aunque, eso sí, con su silueta básica de blanco y negro, parece recordarnos que, a pesar de las sonrisas y los colores, las cosas siguen estando jodidas.
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