He de reconocer que sus últimas fotografías me han reconciliado con la hermosura irreal de Norma Jean Baker. En realidad, la belleza cocinada por Hollywood de Marilyn Monroe para su distribución por los grandes almacenes del celuloide y la vida, siempre me resultó demasiado artificial para el deseo erótico, del mismo modo en que siempre he sido escéptico ante el potencial revolucionario del malgastado rostro de Ernesto "Che" Guevara impreso en camisetas puestas a la venta en el Corte Inglés o en el aeropuerto José Martí de la Habana.
Sin embargo, la sinuosa silueta de la mujer, congelada por el mercenario objetivo del fotógrafo Bert Stern para la revista Vogue, me provoca una irremediable atracción. Al observar las instantáneas tengo la sensación de que sus manos no tapan deseperadamente los senos para salvar la censura de la moral pública, o para acrecentar la excitación de la mirada, sino para evitar que la vida se le escape a borbotones como finalmente le ocurriría cinco días más tarde. Y sin embargo, no hay lucha ni resistencia en la imagen, sólo un plancentero abandono, mientras la profunda cicatriz de su costado parece convertirla en una suerte de Cristo lanceado, pero de puro libido resucitado.
Ignoro si Marilyn o Norma intuían su muerte en aquella lejana sesión fotográfica en el hotel Bel-Air de Los Ángeles. Tal vez una sí, pero la otra no. En cualquier caso poco importa, aunque resulte tentador pensar que la deseada estrella encontró aquel día entre alcohol, barbitúricos y flashes, el coraje suficiente para enfrentarse a sus propias cicatrices. Es poco probable que así fuera, teniendo en cuenta su preocupación porque la herida quedara visible, según relata el propio Stern.
Y es que, en el fondo nadie quiere dejar al descubierto sus cicatrices, y como el personaje de Oscar Wilde la mayoría opta por ocultarlas en algún rincón perdido, en ese retrato embozado bajo pesados cortinajes que tapen nuestras heridas, nuestras llagas, nuestras pústulas, a cobijo de las curiosidades ajenas, a salvo de nuestra propia mirada. Un afán encubridor que obsesiona a las personas, pero también a los pueblos, a los estados.
Tal vez por temperamento o por tópico, España ha sido un país proclive a las cicatrices. Y de entre los muchos jirones en las carnes que todavía arrastra, la violencia política en Euskadi sigue siendo una de las más lacerantes huellas. Mirarla abiertamente supone reconocer el fracaso de una transición tan idealizada como frustrante, donde la "democracia" insiste en cimentarse a golpe de leyes de excepción, censuras y cárcel. También implica admitir la agonía de unos sueños emancipadores sustentados en demasiada pólvora y vísceras esparcidas.
Por eso, los Dorian Gray de Madrid o Bilbao prefieren el resguardo autista de sus cuadros descompuestos en el fondo del desván. De este modo, los malos actores de esta tragicomedia llamada España o Euskadi, pueden seguir sobreactuando con el alarido indecente de los Mariano Rajoy y sus patrias en peligro, que tan buenos réditos electorales parecen darle; con la inadmisible incocencia desconcertada de José Luis Rodríguez Zapatero y su ambigüedad temorosa de perder cuatro votos, o con la martiriología de Arnaldo Otegui y su socialismo liberador de txapela y herriko taberna.
No sé si Marilyn Monroe o Norma Jean Baker fueron capaces de enfrentarse a la visión de sus propias cicatrices en aquella lejana jornada de 1962. Si lo hicieron, sin duda, ya fue demasiado tarde, y una de las dos, o ambas, la real y la inventada, amanecieron muertas en la cama un 5 de agosto de aquel año.
Aquí en España, en Euskadi, también hace mucho tiempo que fue demasiado tarde. Y seguimos sin querer ver nuestras llagas.
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